El caso es que, con un déficit impresionante que una
asociación juvenil como la nuestra no se podía permitir, en el año 93 nos
pusimos a buscar fórmulas baratas para campamentos. Ya habíamos tenido la
experiencia de la cesión de una escuela junto al mar en Manilva. Así que
buscamos algo parecido por el norte. Alguna amiga conocía al alcalde de Candás
y un fin de semana, mi amigo Jesús me llevó desde Valladolid. El alcalde
conocía bien Tiempos Libres, de dónde veníamos y –tal-vez- a dónde íbamos. Nos
contó que el colegio que buscábamos era imposible porque lo ocupaba en verano
la Junta del Principado. Pero que había otra solución.
Subimos por carrerteritas locales, entre horreos y chalets,
hasta las escuelas del núcleo rural de Logrezana, un edificio de estilo indiano
mandado construir por un emigrante que en 1832 volvió a su pueblo con ganas de
impresionar. Precioso. En uno de los lados tenía la casa del maestro,
deshabitada y rápidamente hice un plano mental de cómo redistribuirla. Arriba
una buhardilla con un techo de madera fantástico. Y luego, las dos aulas, con
un bloque de baños en el centro que incluía duchas. Y un patio grande.
Y así empezaron los años de Candás. Con mar, con mucho
campo, con playa. A unas 4 horas de Madrid. Firmamos un convenio con el
Ayuntamiento. Montamos el tradicional campo de trabajo el 1 de julio. Creo que
Richard, Peque y pocos más, creo que Susana entre otros. Convertimos 3 habitaciones en comedor, dejamos una
pequeña biblioteca y adecentamos la cocina con unos paelleros y todo el menaje lo
que pudimos agenciar. Todo para que el 1 de agosto recibiéramos al primer grupo
de peques. Menos mal que eran pocos: 16…
Compramos deprisa camas. Las más baratas, pero del cutre
inglés, que era el único que nos fiaba. Mantas, de las de viaje, que no
teníamos para más… Y los monitores, en el suelo de la buhardilla. Pero era un
lugar estupendo como centro de vacaciones. El patio, los paseos hasta la playa,
Perlora, el tren hasta Gijón, la noche junto al faro…
Al año siguiente, la cosa mejoró, ya no había tanto déficit
y pudimos comprar las famosas literas rojas (que se llevó Richard en una furgoneta desde el
Conforama de San Fernando). El Ayuntamiento nos arregló la cocina; compramos
más juegos; Lucky hizo una cocinita de juguete; las camas de los niños del año
pasado subieron al cuarto de monitores. Dani y Alex tonteaban en el patio, Diego
Flanes jugaba al diábolo con los más peques. Vero y Yuyu contaban sus pesadillas búlgaras. Hicimos dos o tres turnos de
campamentos e hicimos pasar por allí la ruta transcantábrica de los mayores.
En cualquier caso seguíamos teniendo deudas, sobre todo con
la empresa de autobuses. Precisamente uno de esos días, estaba yo sentado en
las escaleras de entrada cuando apareció el dueño de los autobuses “hola, pasábamos
por aquí y hemos venido a veros”. ¿Qué hacer en ese caso cuando debes toda la
campaña de verano? Muy fácil, te entra un dolor inmenso de repente y te
desmayas. Pero no de mentira, no, te desmayas de dolor, te quedas blanco, te doblas en dos sin saber de dónde viene tanta angustia... vamos, que el empresario jura y perjura que no viene a cobrar y los demás te cogen entre varios y te llevan a urgencias. El médico de desplazados no era muy
avispado y me diagnosticó un corte de digestión y me dio unas pastillas que, inmediatamente, vomité. Mientras Dani me subía de nuevo a
la escuela/albergue en su twingo yo pensé que me moría de verdad. Bueno, para tranquilizarme
pensaba que siempre me habían dicho que morirse no duele; y aquello dolía mucho
mucho. Vomitaba bilis y el pobre Dani, estaba
más blanco y asustado que yo.
Me dejaron en la cama mientras que bajaban a por más
médicos. El dueño de los autobuses había hecho mutis por el foro, pobre hombre, nunca llegó a cobrar toda la deuda. Imagino que, si no me preguntaba, era por miedo a otra crisis mía.
Cuando subió el médico me hicieron análisis: cólico nefrítico. Un chute de
Buscapina y a dormir.
Cuando desperté recuerdo que llamé a todos los mayores del
campamento, que debían haber estado también bastante acojonados "se nos muere el jefe". Y les pegué una charla para que nunca olvidaran del valor de la sanidad pública española. Y poco a poco fui recuperándome mientras meaba mi arenilla. Menos mal que no fue piedra.
Molaba Candás y la escuela de Logrezana. Hicimos allí muchos
cursos, encuentros y campamentos. Como todo, la renovación en la dirección de
Tiempos Libres también significó su abandono. A ello se sumaron nuevos
problemas económicos derivados de nuestro afán de contratar a gente en
condiciones. Pero al margen de eso, creo que la escuela de Logrezana fue un
recurso educativo y de tiempo libre fundamental en la vida de muchos chavales y
chavalas. Y creo que, hoy, muchos años más tarde, alguno leerá esto con
melancolía y agradecimiento.