Fuimos
en el Manolito, un descapotable. O sea, un seiscientos amarillo de los de
puertas al revés y capota de tela, que se podía llegar a abrir, lo que facilitaba la ventilación cuando, en las cuestas arriba, el motor se calentaba. En Robledo de
Chavela paramos a comernos un bocadillo de sobrasada, algo que probé aquel día y que no he dejado de saborear el resto de mi vida. Llegamos bastante
tarde, para decepción del señor maestro, Benito, que había convocado una
recepción con pancarta incluida en la que creo que salía yo dibujado con unas pintas
que no me gustaron nada.
Para colmo, el que hasta entonces nunca había tenido diminutivo (cursiladas, decía mi padre), tuvo que empezar a tragar el consabido "Miguelito". Influencias de Quino, imagino.
Pero el
caso es que llegamos cuando la ya escuela había cerrado y, claro está, el
comité de bienvenida había emigrado cada uno a su casa y a su merienda. Santa
Cruz era un pueblo, sensación esta de "el pueblo" desconocida para mí, que no tenía. Mi origen era
Zamora, una capital de provincia, con muchas más normas y seguridades que mi propio lugar de residencia, Villalba.
Lo que un niño de 11 años entiende como "el pueblo" es un espacio habitado pero poco, donde no hay
normas o las que hay, se relajan: Vuelves a casa tarde, sales y entras cuando
te da la gana, vas de casa de amigo en casa de amigo y hay un infinito
territorio virgen a su alrededor donde afrentar las más impresionantes
aventuras.
Como en
la casa del tío Benito y la tía Rosi -los padres de Charo- no cabía la cantidad de tropa llegada, me mandaron a
la de los vecinos, que tenían un cuarto de invitados con un cristo manco y feo que
él solito debió generar la mitad de los ateos del pueblo de miedo que daba. La
casa de Javi y Sole, que se convirtieron en dos buenos amigos. Más tarde se
juntaron Rober y Conchi y con ellos disfruté de muchos fines de semana,
escapadas y vacaciones en lo que sí pudo ser, mi preadolescencia.
Santa
Cruz fue: el baile en la plaza, la primera borrachera, los líos con los civiles
por ya no me acuerdo el qué, las canciones, las fiestas de los pueblos del
valle, lecturas bajo algún árbol, cassettes grabados a pelo, paseos en burro, idas p'arriba, tontadas en la piscina, idas p'abajo alguna vaquilla y
una infinita libertad.
Volví
mucho a Santa Cruz, al cobijo de la casa de Benito y Charo. Algún amigo emigró
a Bilbao, otros fueron apareciendo. Muchas veces he vuelto a tareas de los más
diversas: Traductor, animador, turista… Pero queda el recuerdo de aquellos
veranos; los callos de Casa Magras, los billares del Pato Cojo, los primeros
cubatas. En Santa Cruz la vida adulta se asomaba y aparecía segura y feliz. Es lo que tienen
montañas como Gredos y pueblos como aquel que -fue durante un tiempo-, el pueblo
que yo no había tenido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario