Fui en
un viaje por los pueblos de Centroamérica con los que cooperaba Coslada. Un
viaje oficial. Pero para que saliera barato, me busqué yo los billetes por
internet. Y eso en 2005 era algo complicado para el coco de un interventor
municipal. Aún estoy esperando que me lo paguen. Así que me fui de concejal a
un viaje como concejal pero me lo pagué yo.
Llegué
en un avión de Cubana. Desde Costa Rica. Un avión repintado, con apaños con
alambre para sujetar los asientos, ventanas redondas y una azafata divertida y
fantástica. Salía un vapor extraño desde el suelo y vibraba como un todoterreno
por las colinas de El Salvador. Hubo un momento de crisis, una turbulencia.
Cuando fui a mirar las instrucciones, era un Yakolev 42. Las dejé
inmediatamente y me encomendé al Comandante... Al comandante Comandante, no al piloto...
Llegué
en pleno discurso de Fidel. Llevaba tres horas y media. Pero como estaba contando
el sueldo que le correspondía a cada categoría profesional, el conjunto de los
trabajadores del aeropuerto estaba anonadado frente a las televisiones. Me
recogieron del ayuntamiento de San José de las Lajas y fui para allí, a este pueblo
ganadero de la provincia de la Habana. Un paisaje tropical, verde verde. La
autopista nacional llena de cadillacs de colores insospechados y de gente con
billetes en la mano esperando que algún conductor los recogiera. Las orillas de
la autopista, segadas con machete por multitud de jardineros de edades
insospechadas.
Pero en
San José descubrí una sociedad, crítica con la revolución pero no fuera de
ella. Con bastante libertad de opinión y con bastante criterio. Hablé con
gentes diversas, desde con su alcalde hasta con un viejo agricultor empeñado en
plantar huertos autosuficientes en solares vacíos. Me parecieron gente culta,
animada, preocupado spor el mal momento que atravesaban, pero para nada ajenos
a participar en él. Para mí, fue un contraste en comparación con la podrida
sociedad rusa que había conocido en 1988.
Una
noche me llevaron al castillo de El Morro. Entramos deprisa porque llegábamos
tarde al cañonazo. No me importó, recorriendo los callejones de aquel fuerte
sentí algo que no había sentido nunca antes en un país extranjero. No me era un
sitio extraño, aquello rezumaba españolidad por todos los lados. O como queráis
llamarlo. Pero me sentí en casa.
Desde
el Morro me asomé a La Habana. Bufff, La Habana vieja: qué maravilla. La bahía
en forma de agujero de cerradura, catedrales, edificios y luces. Y aquella
costa del Malecón. Bellísima bajo sus escasas luces.
Al día
siguiente, tarde libre. Visita obligada a Copelia a pedir helado de fresa.
Jaleo con los pesos, los propios y los convertibles. Jaleo con los helados y la
compañía. Da igual. Llovía pero había helado de frambuesa. La señora de mi mesa
conversaba con su nieta. Los turistas al otro lado, seguramente muchos buscando
lo mismo que yo: helado de fresa.
Paseo,
por Miramar. El Habana Libre, feísimo, pero cargado se simbolismo… Luego,
recorrido en cocotaxi hasta la calle obispo. Librerías, bares antiguos, casas neoclásicas
habitadas por 60 familias…
El
último día, el vicepresidente de San José me llevó a recorrer el Malecón.
Flaquitos flaquitos, decía Sabina. La Habana es Cádiz con más negritos, cantaba
Carlos Cano. Felices. Guapos. Altaneros. Pretendidamente felices. Y enfrente, una ribera plagada de
casas modernistas que me recordó en algo al Cabanyal valenciano, pero diseñado
para marquesas y gánsteres de entreguerras. Todo difícilmente mantenido. Casi en ruinas,
devorado por la sal y el oleaje del Caribe más feroz.
“¿Tú
qué harías para arreglar esto?”, me pregunta mi acompañante cubano. Yo le
explico que vengo de un mundo capitalista, con ideas diferentes a las suyas,
que tal vez no concuerden. Le explico que yo, tal vez en el mundo no hay otro
paseo como ese. Que, seguramente, mucha gente pagaría millones por esas casas y
que luego las mantendrían. Y que, con el dinero de la venta, podrían construir
miles de viviendas sociales de calidad para los cubanos. Pero que eso son
pensamientos de una persona sujeta a los avatares de los mercados y no
demasiado enfrentado a ellos… “Qué va. Has respondido lo mismo que los
camaradas chinos. Bueno, la primera parte. Los camaradas chinos, de lo de invertir en
viviendas sociales, no dijeron nada…”
Tomamos
una cervecita en el Hotel de Dos Mundos el preferido de Walt Whitman, Hemminway o Lorca. Charlamos
sobre lo divino y lo humano. Le dije que salía muy contento de haber visitado
Cuba. Y le prometí que volvería. Con más tiempo.
Tengo que buscar tiempo para cumplir mis promesas…
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