Cuatro
maestras que fueron siempre las mismas hasta que se le añadió una quinta clase:
doña Julia, mi madre; doña Pura, a la sazón, vecina de enfrente en el bloque de
los maestros; doña Lola; y doña Esperanza que, como vivía al lado de la
escuela, hacía a la par de maestra de las mayores y de logista/intendente. Si
faltaba algo, íbamos a por ello a casa de los Cañón Montáñez.
Mis
primeros recuerdos tienen mucho que ver con aquella escuela. Sus grandes
ventanales, la estufa de leña (que aún tiene mi hermana), sus tres bombillas
enormes, que a veces se quedaban “a media fase”, los baños con el armariote
aquel y las cajas de la leche en polvo americana.
Mi
madre me llevaba por las mañanas con ella. Era parvulista, así que yo no debía
de desentonar mucho. Cuentan que siendo yo pequeño, dejaba mi carro en los aseos.
Y que alguna niña, de vez en cuando, le decía a mi madre “Doña Julia, el niño
llora” Con tres años o así, cuando faltaba alguna niña (casi siempre faltaba alguna, muchas venían de
lejos y debían de ser más de 50), yo ocupaba su sitio.
Y hacía
lo que las demás hacían. Si tocaba leer salía a leer. Si tocaba hacer cuentas,
yo las hacía.
A la
hora de comer, las niñas se iban a sus casas. Mi madre sacaba de debajo de la
mesa el infernillo eléctrico (el “hornillo”) con el que se calentaba. Apartaba
los cuadernos y los lápices, extendía un mantel y calentaba las tarteras que
hubiera llevado ese día. Al poco aparecían mis dos hermanos, mayores. Nos sentábamos
los cuatro alrededor de la mesa de la maestra y comíamos como cualquier familia
en su salón. Faltaba mi padre, que trabajaba en Madrid hasta que lo
readmitieron en el magisterio.
Al
acabar de comer, lavábamos los cacharros en los aseos, con agua del pozo,
porque aquella escuela no tenía agua corriente. Molaba el pozo. Cuando una niña
iba al baño, primero había que ir al pozo y tirar el cubo. Nunca se cayó
ninguna. Pero la cuerda del pozo sí. Era un jaleo divertido, porque todo se
paraba hasta que algún vecino traía unos garfios y rescataba el ansiado cubo.
Y
después de comer, en vez de siesta, mi hermana Reyes se entretenía en enseñarme
a sumar. Fijaos si era pequeño que recuerdo que me cogía en brazos para que yo
llegara a las cuentas… A ver si alguien se piensa que salí repelente por vocación…
Sabía leer y sumar con 3 años. Y me acuerdo perfectamente cuando a la vuelta de
navidad, mi madre borró el 6 final de 1966 y lo sustituyó por un 7 en la fecha
que siempre había en lo alto del encerado. Ahora se le llama pizarra. Pero
entonces era el encerado. En cualquier caso, he encontrado cuentas de una semana después de cuando cumplir los 6:
A
veces, al llegar el final de aquellos cursos, solía aparecer un fotógrafo que
vendía una foto de recuerdo a cada niña y a la maestra le regalaba una con toda
la clase. Además, a mi madre, en un clarísimo cohecho, le regalaba la del nene.
Importante detalle, cualquiera que fuera mi edad, el libro de delante estaba
abierto por algo relacionado con Zamora. Ahí tenéis la colección.
Como cada día, en este blog que puede durar 50 (o 50 por 365) me recuerdas parte de mi historia. Me alegra... yo no recuerdo tantas cosas y sobre todo la última vez que fui por aquel lugar a ver las escuelas, estaban aún pero no me gustó nada cómo las habían cercado. Volveré un día dentro de no mucho a mirar esos pisos que quizá arrebataron la esperanza de ver el nombre de nuestra madre para la posteridad y para el recuerdo de más de tres generaciones que acudieron, como tu y como yo, a aprender a leer con ella.
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