En el cutre inglés habíamos visto una oferta fantástica, mona y rústica, y fuimos a ver si quedaban. Quedaba muy poco; tanto que, para algunos muebles, tuvimos que firmar un papelito que decía que si llegaban mal
nos devolvían el dinero pero no nos los podían cambiar. Y, por fin subieron.
Tres días antes de la inauguración.
Cuando Javi, que era el que los esperaba en Ascaso, empezó a
abrirlos ¡terror!!!, el espejo roto, las mesillas rayadas y el cabecero de otro
color. Nada que a nuestros primeros clientes les importara, quedaba moderna la
combinación de barnices. El espejo no se lo pusimos, claro.
Y yo en Madrid que me fui a pegarles unos gritos a los de
los grandes almacenes. Y hay que reconocerles que supieron reaccionar. No había
muebles para descambiárnoslos, pero debí montar tal pollo que Martínez, el jefe
de planta, llamó a la fábrica y me prometió que nos harían unos nuevos para
nosotros. Y así fue: Para que veáis que cabecero chulo y a medida que tiene el
apartamento del medio.
Pero aparte de estas aventuras comerciales, quiero contar
aquí el terrible acecho que sufrieron nuestros primeros clientes ascasianos
cuando, en la mitad del camino, constataron que les seguía la muerte.
Sí, la muerte, la de las pelis. Según paseaban por el
pueblo, diez metros detrás de ellos, una señora pequeña y enjuta, toda vestida de
negro, con la guadaña apoyada en el hombro, seguía a nuestros asustados
huéspedes. Ni a más distancia ni a menos. Fijándose atentamente en cuanto
hacían. A veces desaparecía pero, en cuanto volvían sobre sus pasos, allí detrás
la tenían.
De verdad, los pobres estaban asustaditos. Demasiadas
películas de miedo. Y hubo de deconstruirles la historia a lo Ferrán Adriá.
Nuestra vecina, una señora muy mayor, tenía conejos. E iba ella habitualmente
con su guadaña a segar hierba para los bichos. ¿Qué otra máquina iba a usar
para trotar por esos bancales de un pueblo sin luz? Mi vecina era viuda
reciente, por eso el color de su ropa. Mi vecina, era una persona celosa de
sus propiedades, muchas pequeñas fajetas repartidas por los cuatro rincones de
Ascaso. Y mi vecina tenía carácter: "eres más tonta que un cerrojo" gritó alguna vez por ese mismo camino.
Así que si veía que algún turista despistado iba a meterse
en su terreno, ella iba a avisarlo. Si no entraban, desaparecía. Hasta que
volvían a rondar otra tierra suya. Y allí iba ella. Con la herramienta, claro
está ¿dónde la iba a dejar si no?
Toda una postal. Señora en negro con guadaña. Es que en
Ascaso somos así, amantes del cine…
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