Pero además, yo dejé la escuela de párvulos y entré en
primaria. En la escuela pocha. Una especie de gran nave llena de goteras donde
debíamos dar clase lo menos 50. Era primero de primaria, pero había alguno que
ya se afeitaba.
En la escuela pocha no había baños. Así que cuando tocaba
hacer las aguas e, incluso, hacer de cuerpo (que así cursi decíamos); salías de
clase y te ibas a la tapia de Villa Carlota, el chalet de enfrente, que ya por
entonces debía de estar abandonado. Salir al recreo molaba. Uno cincuenta niños
atravesábamos la calle para sacar el pito en aquella tapia y jugar a las cosas
más inocentes. Claro, el que se afeitaba para ir a clase, siempre ganaba.
Y en eso llegó 1970. Con un frío que pelaba, yo no sé qué
calefacción tenía aquella escuela, si es que tenía. Lo que sé es que cuando
llovía, el maestro le pedía a los alumnos que llevaran latas grandes. Así que
los del economato de MADE llevaban enormes latas de arenques y los del
economato de RENFE, enormes latas de jamón cocido. Mi amigo Jesús Manso y yo,
hijos de funcionarios, no teníamos economato, así que hacíamos el ridículo con
unas ridículas latas de fuagrás que en cuanto empezaba a gotear nuestra gotera,
se nos llenaban enseguida.
El curso pasó más o menos. Recuerdo aquel retrato enorme de
Franco y otro de la Virgen. Había un mapa político de España y no sé qué más. Entonces
los maestros zurraban. Y el mío de primero, el que más. Un día me tocó el
cuarto mandamiento y, como honrar tenía una r después de una ene, me parecía un
verbo feísimo. Si estaba entre no robarás y no matarás, parecía claro que
tocaba “no honrarás a tu padre y a tu madre”. Hostia al canto.
Y así de vez en cuando. Hasta que a final de curso, un día
estaba yo dibujando no sé qué todo concentrado y el maestro dijo algo, que mi
concentración me impidió escuchar. El caso es que sin comerlo ni beberlo me
encontré con un bofetón en plena cara que me dejó tonto. A la salida le
pregunté a mi amigo Jesús que qué había pasado. Y él me dijo que no había
entendido nada, que el maestro había dicho algo así como “para que veáis que mi
hijo no ha estado recomendado”, y zaca…
Ah, se me había olvidado que yo había dejado la escuela de
párvulos con mi madre y había entrado en primaria, con mi padre de maestro.
Soy Jesús Manso, el amigo de Miguel que compartió pupitre con él durante aquel curso 69-70. Entrañables recuerdos. Mi maestro, Don Laurencio, padre de Miguel me enseñó a leer, escribir, sumar, restar... A mi nunca me cascó, pero a mi amiguito, su hijo, le calentaba de vez en cuando. Cosas de la época. A pesar de todo, el buen recuerdo de aquellos maestros que tuve en mi primera infancia (Don Feliciano, Don Carlos, Don Antonio...) siempre me acompaña. Gracias a todos ellos.
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