martes, 4 de junio de 2013

1986: La casa de Ópera

Yo crecí en un pueblo que alquilaba sus casas a los veraneantes: Villalba. Pero eso, cuando ví unos trapos cuadrados blancos colgados de aquellos balcones de la Plaza de Isabel II, supe rápidamente que aquel piso se arrendaba. Si hubieran puesto el cartel de “se alquila”, me lo hubieran quitado de las manos. Pero todo en aquella finca era así: anticuado, incluyendo su dueño y su portero. Subí a verlo y me quedé maravillado. Era una antigua oficina, sin baño y sin cocina, dividida por unas mamparas viejísimas y con tres balcones sobre la plaza. Palmo más, palmo menos, unos 150 metros cuadrados, en pleno centro de Madrid. Lo reservé al momento.
Había que hacer obra, pero no mucha. Negocié con el abogado del dueño, que parecía salido de alguna película del XIX e hicimos un contrato por diez años que incluía un precio bajo en atención a la obra que había que hacer y que, además, no subiría los primeros 2 años. Y nos pusimos manos a la obra. A tirar algunos tabiques y a desmontar aquella mampara acristalada. La obra propiamente dicha me la hizo Juan Egido, un albañil pecero de San Fernando que nos había presentado Marisa. Los materiales, los sacamos de los sitios más diferentes: algunos azulejos que “me encontré” en una obra de Tres Cantos; un wáter y un lavabo que me dio un amigo que estaba remodelando; una bañera que le compramos a los gitanos; unas baldosas que compramos en un trapero a precio de saldo y transportamos en brazos en la línea 2 del metro...
Para pagarlo, el hermano de Gloria pidió un préstamo de 150.000 pesetas que yo le pagaba religiosamente cada mes. Los albañiles salieron baratos, eran de confianza. Tanto que, cuando la mujer de Juan lo dejó, él me contaba sus cuitas llorando mientras colocaba la escayola del techo. Lloró mucho, tal vez por eso se me cayó esa zona encima años después. La casa quedó chula: Un baño y una cocina grandes y luminosos, un cuarto de estudio a la entrada, dos habitaciones al fondo, un dormitorio para mí -impresionante- y un salón de 30 metros cuadrados. Era un cuarto sin ascensor, pero éramos jóvenes y aquella vieja escalera de madera molaba.
No debimos tardar en montar la primera fiesta... En aquel salón cabía tanta gente... Como no había portero automático, tirábamos la llave por un balcón cada vez que alguien pegaba el grito de rigor. Hubo fiestas de cumple, de navidad, de disfraces. Las mejores, por supuesto, las tradicionales cenas y fiestas de San Bernabé. Cadenetas, diapositivas, luces negras, buena música. 

Hubo muchas tardes de música, de charletas hasta el amanecer. Por la casa pasaron no sólo muchos amigos sino, además, algunos inquilinos que, también, acabaron siendo amigos. Al principio Gloria, Yolanda; luego mi primo Diego, José. Más tarde, Deron, Iván y Spiros. Creo que todos se sintieron a gusto. Y como estrellas invitadas, Julito (el segundo) y Rigodón, los mininos del lugar.
La casa estaba al lado de la calle Campomanes, así que se fue convirtiendo en un lugar de acomodo de gente que venía a las reuniones. Hacía las funciones de restaurante barato o de dormidero de siestas tras las comidas en el bar de abajo, el Urumea. Con la expansión de Tiempos Libres, se convirtió en una especie de cruce de caminos donde llegaba gente de Valencia que iba a un campamento en Andalucía y se cruzaba con otros de Canarias que iban a Asturias o algún francés invitado. Fue un hervidero de “corderistas”.
Cuando la guerra de Irak, los artistas y los intelectuales se reunían en la plaza. Así que engalanamos bien los balcones con unas pancartas. Y desde allí vimos los encierros en el antiguo conservatorio, las obras del Teatro Real, o allí sacamos todos los bafles con el volumen del tocata a tope para que se oyera en toda la plaza el himno de Riego la noche en que los reyes vinieron a un estreno al Real Cinema.
Al acercarse los diez años, el viejo marqués (que así se hacía llamar el dueño), vendió el edificio. El o no podía o no quería mantenerlo. Lo compró una inmobiliaria y empezó la pelea. Obras sin sentido, problemas en la luz e, incluso, me pusieron un detective para ver si tenía la casa subarrendada. Ese era el pacto que yo tenía con todos los huéspedes: que si llegábamos a este punto, dijeran que éramos pareja. Así que cuando Spiros se tuvo que presentar en el juzgado a decir que teníamos una relación "solidaria y afectiva", los de la inmobiliaria decidieron negociar.
Al final, llegamos a un acuerdo. Casi se puede decir que les vendía la casa; yo que no era el dueño... Busqué cosas parecidas por la zona pero no había a precios asequibles. Y me encontré una buena casa, en Coslada, a escasos metros de mi trabajo. Y aquí estamos, bien. Pero siempre recordando aquellos maravillosos años en Ópera 5.

2 comentarios:

  1. Ópera 5 y sus habitantes, el puerto amigo en Madrid para muchos que veníamos de más allá de la M-30.

    Besicos!

    Albertito.

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  2. Sigues teniendo un puerto en Madrid para cuando quieras, incluso, si me apuras, un aero...

    Un besote para ti también

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