domingo, 9 de junio de 2013

1993: Por Doñana, en bici

Móstoles me daba tres cosas: dinero, tiempo libre y muchos quebraderos de cabeza. Yo era consciente de un problema serio de comunicación: cuando alguien extraño me dirigía la palabra, la gente me daba un corte o cuando la conversación no me interesaba, yo dejaba de hablar con esa persona e, incluso, huía físicamente. Había intentado leerme algunas cosas sobre habilidades sociales y necesitaba probarme y ponerlas en práctica.

Tenía unos días libres tras las fiestas de mayo (aquella en que monté lo del motín), la situación política de aquella casa de locos parecía estar tranquila aquel mes y, si me ausentaba una semana, mi cabeza no corría peligro. Así que decidí probar el tren que tanto me había seducido y en el que aún no me había montado y combinarlo con mi medio de transporte favorito, que con tanta burocracia empezaba a oxidarse en la casa de Ópera. Me saqué un billete de AVE, de cuando aún dejaban llevar la bici, y me fui para Sevilla. Solos, mi peugeot, mis alforjas y yo.

Una de las cosas que más me maravilló fue que salí de Madrid a una hora normal, las 7 y cuarto -ya amanecido- y cuando llegué a Sevilla, no había nada abierto. Nada, ni los bares. Con el tiempo, ese maravillamiento se ha ido cambiando con cabreo con esa peculiar insistencia andaluza de cumplir a rajatabla todos los clichés que se tienen sobre ellos. Pero Sevilla tiene un color especial y más entonces, ya superada la etapa de la expo pero con sus reformas urbanas aún sin deteriorar.
Tras comprar unos cuantos repuestos para la bici en El Corte Inglés, única tienda local que se digna a abrir a las 10 (de la mañana), salí para el Aljarafe por pueblos y cuestas arriba. Me costó, pero ya en Azanalcázar, el pueblo del que sale la carretera hacia el sur (y se acaban las cuestas arriba) paré para comer. Primer ejercicio: no darme vergüenza que me vean solo.

Por la tarde, el paisaje cambia y aparece la Andalucía campestre, radiante y verde a ambos lados de mi cuesta abajo (lo que ayuda a que todo sea más radiante y más verde) hasta que llego a la gran llanura de la marisma desecada. Pequeños pueblos de las colonizaciones de principios del XX: la aldea de Alfonso XIII y, un poco más abajo, Isla Mayor. Segundo ejercicio: encontrar una farmacia y comprar toda la glucosa que tengan. Las piernas están un poco “de primer día”. Aprovecho para preguntar si hay algún hostal y me indican uno. Hay habitación, no está mal, puedo guardar la bici, es barata e incluye pensión completa. Como soy el único cliente, tercer ejercicio: entablar una conversación sobre temas anodinos y superficiales con alguien que se acaba de cruzar en tu camino; en este caso, el dueño, que aprovecha que te sirve la cena para hacerte un tercer grado.
El día siguiente lo dedico a tareas de “mantenimiento muscular”. O sea, dar vueltas cortitas por la gran llanura para conocer el último Guadalquivir, cuando el gran Betis es un río-río, anchote y lleno de tráfico fluvial. Si alguien quiere hacer aquellas rutas lo primero que tiene que aprender es que no hay ni carreteras ni pistas ni caminos; hay “muros”. Tú buscas el muro y nunca lo encuentras. Cuando te cruzas con un lugareño le preguntas; y resulta que el muro no es una tapia o pared. Que el muro es una carretera, pista o camino. O sea, lo que tienes debajo. Tiene un sentido histórico: eran los muros de tierra más compactada que cerraban el trozo de la marisma que se iba a desecar.
Con esas llegué al camino de El Rocío. Que ya no es marisma, con lo cual hay sombrita de eucaliptos; pero que es todo arena, como una playa. Así que te bajas de la bici y te haces 25 km a pie con la arena por los tobillos y la basura que han dejado lo peregrinos -dos semanas antes- a la altura del manillar. Y sin recoger. Basura que incluso se almacena en zonas del parque nacional “es que, mireusté, la cofradía de Sanlucar tiene derecho de paso, y como es la que peregrina por los sitios más guapos, tiene mucha devoción”. Cuarto ejercicio: no recordarás al desconocido que el populacho español tuvimos una época en la que demostramos que todo cura y toda iglesia son fácilmente combustibles.
Cuando sales al poblado de El Rocío, te preguntas dónde habrás pegado el salto sobre el Atlántico, porque aquello tiene más de pueblo del far west que de bucólica aldeíta andaluza. Muchas casetas sin gusto, con soportal y palo horzontal para atar las caballerías. Encuentro un bar y me paro a beber algo fresco tras la calurosa travesía. Como es el único abierto en el poblado, la señora que me atiende se ofrece a abrirme el Santuario. ¿Santuario? Yo no he venido aquí a ver santuarios, ni dioses ni blancas palomas. Así que decido evitar cualquier quinto ejercicio que me saque de la recta vía del quinto regimiento y continúo viaje hasta Matalascañas no sin dejar de enviar una mirada de desprecio a ese mamotreto barroco culpable del embasuramiento anual de una de las joyas biológicas de Europa.
En Matalascañas sólo había jubilados. En el primer hotel de playa que encuentro me dan habitación y sitio para guardar la bici. Hoy toca descansar. A la mañana siguiente, playita (fría, fría) y, después de comer: en bici hasta Acebuche: entrar en el corazón del Parque Nacional de Doñaña. Recuerdo que estaba bastante emocionado aunque ví pocos animales, la marisma ya estaba muy seca y seguía habiendo restos de romería en forma de millones de latas y bolsas de plástico amontonadas. En el todoterreno pegué la hebra con un biólogo de esos de cámaras enormes que me contó cosas interesantes del parque. Sexto ejercicio, quedar a cenar con un desconocido y no parecer gilipollas al final. Él hablaba de pájaros y yo de bicis. Y una vez pagada la cuenta, cada mochuelo a su olivo.
Salí al día siguiente hacia Huelva. El recorrido junto al mar es bellísimo y de vez en cuando puedes meterte hacia alguna playita. Entré en el parador de Mazagón, de arquitectura racionalista del franquismo (de lo poco interesante de aquella nefasta época) y de gratos recuerdos de mi infancia, cuando tras los pactos de la Moncloa mis padres decidieron festejar el subidón de sueldo de parador en parador. Por la tarde pedales hasta la Rábida, con visita al monasterio. El fraile nos cuenta exactamente lo mismo que nos contó otro 15 años antes. Y nos ofrece a la salida el mismo librote que compró mi padre. Debió ser una edición de dos y aún les quedaba éste.
Las tardes se alargaban y me daba tiempo a llegar a Huelva. Pero como llovía y como la entrada entre industrias y pantalanes es tan espantosa, cuando me topé con la estación y vi que quedaban trenes a Sevilla, me cogí uno de vuelta. Busque pensión, me arreglé, olvidé mi bici por una noche y decidí llegarme al Poseidón, una discoteca gay a la que yo había entrado lleno de temor cuando la mili y donde decidí lanzarme aquella noche. Séptimo ejercicio: intentar ligar, o al menos, intentar ser un mortal de carne y hueso normal. Aquello estaba lleno de gente, la mayoría muy guapos; y yo -vistas las fotos ahora- no desentonaba. No se si era sábado, pero el refrán se cumplió a rajatabla: “sábado sabadete, camisa nueva; y otra vez que no”.
Se me había olvidado. Había un octavo ejercicio: apuntar todas las cosas de este viaje para escribir una novela. Como ese tampoco lo conseguí, al menos que quede esta entradilla en el blog. Los demás ejercicios creo que los he conseguido, con éxito, a lo largo de muchos más años. Bueno, el séptimo nunca fue en una discoteca, pero yo creo que ha sido mejor así…

1 comentario:

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