viernes, 31 de mayo de 2013

1996: Y montamos el Guirigay...

En diciembre de 1996, la gente del Centro Internacional de la Juventud (le han puesto muchos nombres; pero el que lo diseñó, lo inauguró, le di nombre y le di sentido, fui yo) convocaba unas veladas en torno a la poesía. Aquella noche tocaba “la homosexualidad”. Asistimos mucha gente, más de veinte, tal vez treinta. Entre ellos, yo y el que, semanas después se convirtió en mi compañero. De allí salió la chispa para constituir un colectivo gay en Coslada. Yo era miembro, desde hacía años, de COGAM. Pagaba la cuota, pero no iba a casi ninguna actividad. ¿Por qué? Es fácil entenderlo, COGAM trabajaba en Chueca y yo vivía en Coslada… Para conseguir la igualdad, lo importante no era luchar donde ya había igualdad, sino donde se necesitaba.
Muchas vueltas, decidimos el nombre, aunque no lo registramos como asociación hasta mediado el 97. No teníamos era alguien que lo liderara. Se ofrecieron Alberto (de Vallecas) y Siro, su amigo, que vivía en Coslada. No era un problema de vergüenza; yo era director de Participación Ciudadana y hubiera sido un inconveniente conceder subvenciones a una entidad en cuya dirección estaba. Lo que sí podía era arrimar el hombro. Y las ideas.
Pronto sacamos un fanzine. “El Gayinero”. Lo diseñaba yo, lo enmaquetaba yo y lo redactaba yo. Un día nos dieron un premio los de Nuevas generaciones del PP. Yo titulé la crónica “Ponga un gay en su chimenea”: Siro se enfadó y dimitió. Asumió la presidencia Jose Serrano pero cuando encontró trabajo fuera de Coslada, no me quedó más remedio que asumir yo la presidencia.
Todo por la visibilidad. “El Gayinero” se distribuía por todos los pubs de Coslada y Sanfer. Es verdad que  lo leía muy poca gente. Pero como teníamos una sección dedicada a meternos con los políticos locales, teníamos garantizado que todo concejal que se preciara de progre, estaba al tanto de si salía (o no) en aquella sección. Necesidad de protagonismo; también poníamos a caldo el “ambiente“ (la gayina chueca) y no por eso, nuestra revistilla se leía en Madrid. El caso es que un día, hasta la propia Montse, me contó que “yo tenía algo contra ella”, precisamente por uno de los pocos artículos que yo no había escrito.

Eran tiempos en que los gays empezábamos a comernos un mundo que queríamos hacer nuestro. Fuimos los primeros en abrir un chiringuito en las fiestas de un pueblo. Entre Lorenzo con sus travestismos y la gente del “Bola de Cristal” con su apoyo, conseguimos ser el espacio más visitado de todas las fiestas de Coslada. Eso sí, ya me encargaba yo de coordinarlo, decorarlo y, sobre todo, de contar cada peseta o euro a las 8 de la madrugada. Antes de llegar al siglo XXI, no sólo los bares de Coslada se peleaban por poner nuestra pegatina de “este establecimiento respeta tu identidad sexual”. Nos quedamos alucinados el día en que supermercados Plaza también nos las pidió,
Colgamos el cartel de gay a los cines de La Rambla con una Muestra de Cine que me enseñó a programar. Invitamos a actores y directores. Recuerdo aquella vez en que, tras la epopeya para conseguir la copia de “La Muerte de Mikel”, me preguntó Imanol Uribe que por qué aquel esfuerzo: “es la película que ha dado sentido a mi vida” le respondí. Salimos a la calle a decirle a la gente que no diera dinero a una iglesia discriminadora. Fuimos un pueblo en vanguardia contra el SIDA, a pesar de lo duro que era repartir condones cada 1 de diciembre en todos los garitos de Coslada. El ayuntamiento en pleno aprobaba repartir lubricantes junto a los condones. Por unanimidad.
Ganamos una ciudad para la igualdad. Y ganamos un respeto que se convirtió en voto cuando, en los encuentros LGTB de Navacerrada de 2001, apoyamos la moción de XEGA para no seguir luchando por la ley de parejas de hecho sino por el matrimonio. Beatriz Jimeno, aquella buena presidenta de la FELGTB, argumentó en contra. Yo, en uno de mis mejores momentos de inspiración verbal le expliqué que el arroz de la ley de parejas se estaba pasando; que ahora, la paella de la igualdad se cocinaba con leyes de matrimonio. Gané la votación por un voto. Bea se enfadó conmigo pero, en tan solo 3 años, tuvimos ley de matrimonio.
En 2003, Huélamo me volvió a proponer ir en su candidatura. Yo lancé una nota de prensa dimitiendo de la presidencia de Guirigay para presentarme a las elecciones a cambio de exigir una Concejalía de Igualdad que contemplara, también, a gays y lesbianas. Huélamo me recriminó que nunca nadie le había exigido nada. Pero yo soy así, exigente. Y no sólo Huélamo tragó, también el PP de Coslada. Lástima que aquella sociata del pelo teñido de rubio, se cargara la concejalía cuatro años más tarde cuando llegó al poder de la mano del PSOE. 
Es lo que tiene que, cuando te quedas sin argumentos, le dices a tu novio que le grite a aquellos dos maricones “¡¡¡¡¡Mariccooooooooonessssss!!!!!”. Puedes ir en las listas de un partido de izquierdas; pero eres alguien muy, muy reaccionario. Y Guirigay sirvió paras muchas cosas. Una de ellas, para saber quién estaba -en el momento adecuado- por la libertad, por la igualdad y por la fraternidad. Queridas Montse, Marisa y Charo, llegasteis demasiado tarde, no fuisteis muy creíbles. Aunque, claro, lo hicisteis mucho mejor que la mayoría de los tíos de vuestros partidos.
Siete años más tarde de disolverse (tras la igualdad social, el auge de Chueca y el espacio de relación que es internet, un colectivo local no tenía sentido), Guirigay sigue siendo un referente de lucha y organización en el Corredor del Henares. Quedan, por supuesto, los buenos recuerdos de la buena gente; de Antonio, con quien no me porté muy bien, de Paco -un gran presidente- y de Sebas.

Fue un proyecto que dejó huella en la ciudad, que contribuyó en este pueblo al fuerte cambio social a favor de la diversidad. Y no sólo lo dice su fundador y expresidente.









1984: Madrid me mata.

Mi hermano me había conseguido un contrato eventual como celador en el “Piramidón” (el Hospital Ramón y Cajal” de Madrid). En Villalba, Luis me había dejado solo en la nueva casa de Sol y Aire. Antes del verano, unos amigos de Madrid me ofrecieron “subarriendar” la casa. Ir a Madrid en tren cada mañana era un rollo. Así que me fui a montarle unos muebles a mi hermana Reyes a su nueva casa de Nueva Numancia, en Vallecas. Y me quedé allí.
El verano de Madrid del 84 era un tiempo fantástico para un tío de 21 años con trabajo. Noches por Malasaña, por el garito de unos amigos de mi hermano en la calle de San Vicente Ferrar de cuyo nombre no quiero acordarme, por los primeros locales de Chueca cuando aún no era “Chueca”, por las terrazas de Recoletos convertidas en nuestra particular Vía Veneto. Noches de música y despreocupación en la gran ciudad.
Me acuerdo que aquel verano salió “Todos los paletos fuera de Madrid”, especie de himno popero y nacionalista dispuesto a subirnos la autoestima de una ciudad que años antes había sido lo peor de lo peor. Conciertos en los barrios, en especial en el Puente de Vallecas, donde vivíamos mi hermana y yo. Golpes Bajos (“no mires a los ojos de la gente”) y, sobre todo mucho Siniestro Total (“¿Quiénes somos? ¿de dónde venimos? ¿a dónde vamos?”)
Noches en la casa de Visi, en la calle Campomanes, que tanta importancia cobrará años más tarde. O en la casa de Vallecas, primeras cenas, con Gloria y algunos amigos suyos que venían por Madrid. Noches de paseo por Rosales, de cine en el Retiro.

Y por la mañana, con la fresca, en bici por la Castellana hasta el trabajo. Algunas noches, en urgencias, doblábamos turno para poder escaparnos algunos días de vacaciones: viajes en el Costa Brava, aquel tren nocturno lleno de guiris y mochilas, durmiendo por los suelos hasta Comarruga.
La frescura de la movida ya estaba superada, Radio Futura cantaba “la escuela de calor” en viejas discotecas reinventadas (el Biombo Chino). Los kioskos vendían postales con el eslogan de Madrid me Mata. El País se lanzaba a hacer una radio nueva y alternativa: “Lo que yo te diga”. Yo salía a veces con gente del trabajo. Copas en las casas y luego copas en los bares. Música, mucha música. Nacha Pop en el Palacio de Deportes ("y es que su amigo se ha echado atrás...")
Algunas veces iba a Villalba. Pero el cuerpo me pedía cortar con aquello. Vivía en una ciudad donde podía ser invisible, anónimo. Vallecas me daba refugio. Los Alphaville y los colegios mayores, cine. El Dos de Mayo, aire. En las pantallas, fue el año de Choose-me. En Malasaña Víctor Claudín abrió el espacio ideal, un garito grande conde podías bailar, podías hablar, había conciertos; llegué a montar allí una conferencia de la JCM; el lugar no podía tener otro nombre: “Elígeme”. 
Con el otoño llegaron los fríos. Por los pasillos del hospital cantábamos “Yo para ser feliz quiero un camión”. Fui a concierto en la Escuela de Caminos que no recuerdo quién ni cuántos tocaban. Siniestro actuó en RockoOla, pero no quedaban entradas. Javi Pontes montaba en el Consejo de la Juventud una coordinadora de grupos de música. Nos hicimos amigos de los Jhony Juerga y los que remontan el Pisuerga, endeudados hasta las cejas para sacar su primer elepé. Sabina cambia el final de “Pongamos que hablo de Madrid”. El 84 terminaba con un concierto de los Ilegales en un viejo cine junto al Puente de Segovia y una fiesta algo loca en el local del PCE de Vallecas en la que yo ponía la música.
Estábamos locos por vivir, pero nos gustaba mucho contarle al mundo que Madrid nos mataba. De fiesta, de libertad y de alegría. Eso que se están cargando con la cuento de la gran crisis, de la gran estafa.

jueves, 30 de mayo de 2013

1990: la Vuelta Cicloturista a España

La Concejalía de Juventud tenía muy buenos profesionales. Y esto, unido a que en los 90 se empezaron a extender los servicios a los jóvenes por todos los ayuntamientos, hizo que estuvieran muy demandados. Un día le plantaron un órdago al concejal. A mí ni me iba ni me venía, pero sentí que era mi responsabilidad parar aquello. Decidieron dejar la empresa que los tenía contratados. Yo llevaba un año de Coordinador y 27 sobre la tierra aguantando órdagos. Nos quedábamos sin personal y, mientras que sacábamos nueva convocatoria, se presentaban, se cerraban plazos, etc. se nos venía encima el verano. Le dije que no se preocupara, que yo me encargaba de que todo funcionara mientras tanto. Teníamos encima la campaña de semana santa y había que menear aquello.

Decidí que era el momento de organizar una actividad 100% Miguelito. Yo llevaba tiempo intentando coordinar concejalías de juventud de IU por España. Así que decidí montar una ruta ¿cómo? en bici, por supuesto. Iríamos recorriendo “ayuntamientos hermanos”, que me daban la animación nocturna y, de paso, espacios para acampar. La idea inicial es que, además, se fueran sumando grupos de esos pueblos a la ruta. Eso no salió, pero como de Coslada se apuntó mucha gente, el pelotón era suficientemente numeroso. De personal de apoyo y cocina, mi conserje Paco. Y como monitores unos cuantos voluntarios de gente que yo conocía, incluido Jose, mi conviviente en aquellos días.
Diseñé la ruta un mes de febrero. A grandes problemas, grandes nombres: nacía la Vuelta Cicloturista a España. A golpe de renault-4, muchas llamadas por teléfono y alguna cita que me consiguieron mis amigos valencianos como el alcalde de Canet. Como siempre, diseñé yo el cartel (esta vez con un dibujo de un compañero del ayuntamiento) y un folleto con perfiles topográficos que hice con muchos cálculos y rotrings sobre papel milimetrado. Qué raro suena ahora, que lo hacemos todo con ordenador...

Salimos de Coslada un viernes de dolores (o sea, el anterior a semana santa). Hasta Arganda. Luego, tras un salto en autobús, Cuenca, la Ciudad Encantada, Uña, el Nacimiento del Cuervo y el del Tajo, donde nos cayó una nevada del copón. Bajamos hasta Albarracín y, ya con sol, llegamos a Teruel. Otro salto en bus hasta Segorbe y de allí, en bici, hasta la Vall d’Uixó y, por fin, Canet de Berenguer. De premio, tres días en la playita, ya por fin con calor. Entre el nombre, los perfiles tan diseñados y las cartas con membrete, dejamos alucinados a más de un director provincial de tráfico, que nos mandaron a un montón de guardias civiles en moto. Era una de las cosas que más les moló a los chavales: el acompañamiento; en algunos momentos, parecíamos un pelotón de presidentes de gobierno subidos en bicicletas.

Después de muchas vueltas, he logrado recuperar el vídeo que grabaron y montaron tres de los chavales que iban a la excursión y con los que he seguido teniendo buena relación: Tito, Richard y Peque. Lo he restaurado un poco (dentro de lo que se podía), pero dejando el sabor de lo que vivieron chavales de 16 y 18 años. Es largo, pero no tiene desperdicio.
Al año siguiente intentamos montar otra con destino Andalucía. Pero esta vez Tráfico nos dijo que, en semana santa, nada de bicis por las carreteras. Así que sólo hubo una edición de la Vuelta. Bueno, ahora, si se busca en youtube, aparecen miles de vueltas cicloturistas a España. Pero ninguna tan molona ni tan bien diseñada y coordinada como aquella.

miércoles, 29 de mayo de 2013

1966: Una butaca, una cantimplora, un avión, una casa y un oso.

¿Cuáles son los primeros recuerdos? Los de verdad, no los inducidos. Nunca se sabe. Yo tengo dos que sé que son míos pero que cuando se contextualizar, aparecen en cosas que hicimos cuando yo tenía dos años. Tengo el disco duro grande, pero no creo que prematuro. 

Uno de los primeros es una parada del coche frente a los antiguos sindicatos de Villalba. Bajamos, creo recordar que muchos, a la escuela de mi madre. Iban a recoger algo, creo que una silla de madera plegable (que aún tengo por Ascaso). Yo recuerdo perfectamente que cogí mi butaquita de mimbre e hilos de plástico verde. ¿Cuándo fue? Podría ser en el viaje a Santiago, pero yo tenía dos años y dos meses. Eso sí, todo el mundo recuerda "la maldita butaca" en el coche aquel viaje, con lo que estorbaba; y nadie recuerda haberla metido. 
Ay otro recuerdo, también borroso, de una parada en ruta, tal vez camino de Zamora, para pedir agua. Era una casita blanca, tal vez de caminero, de la que salió una señora mayor vestida de negro. Yo le di mi cantimplora de plástico verde, aquella que dejaba en el agua un estupendo sabor a cantimplora de plástico verde que aún recuerdo cuando bebo de recipientes parecidos. 

En cambio, sí que me acuerdo clarísimamente de otras cosas y las ubico. Recuerdo un el día en que cumplí tres años. Estaba en la puerta de la casa de La Cañada (cuando cumplí cuatro, ya no vivíamos allí), en pijama, y llegó mi padre, me felicitó y me dio un regalo: era un avión de plástico, amarillo, creo que de dos alas, como el del barón rojo. Y venía envuelto en un plástico duro. 
Días más tarde, fuimos a ver la nueva casa, en el que entramos en septiembre (eso me han dicho). Me acuerdo perfectamente de la entrada (a pesar de ser nueva, la puerta del portal no se abría bien) y de que llovía, yo debí entrar antes porque la imagen es la de mis padres entrando bajo el paraguas. No sé cómo vestía mi padre. Mi madre llevaba un abrigo fino de cuadros marrones que más tarde tiñó para ir al entierro de mi tío Juan Manuel. 

De la mudanza a la casa nueva, el “bloque de los maestros” no me acuerdo. Pero sí de entrar en casa de la vecina de enfrente, doña Pura, a ver cómo sacaban unas tulipas rojas y verdes con las que montaron las lámparas de su salón y de su cuarto. Doña Pura vino con sus gatos: el Petete (negro como nuestro Tomás actual) y la Peteta (a retales de colores). Gatos, animales maravillosos que, desde aquel momento yo siempre quise tener y abrazar. 

La casa de los maestros estaba al final de una calle, junto al río. Años más tarde construyeron bloques enormes por todos los lados y la dejaron medio soterrada. Pero allí sigue aunque ya no acoja maestros. 

Al poco tiempo de estar allí vino a vernos la gemela de mi madre, la tía Victoria. Y me trajo su regalo de cumpleaños, un poco retrasado: un oso de peluche, amarillo (fue el año de los regalos amarillos), que le sonaba el rabo cuando lo apretabas, tenía unos ojos preciosos y era súperabrazable. Lo llamé Tom y dormí con el muchísimos años. 
He dicho tenía, pero está mal dicho. Tiene. El oso Tom sigue conmigo. Hecho unos zorritos, el pobre, que va a cumplir 47 años, pero aquí sigue y soy incapaz de tirar a la basura esa mirada. La verdad es que el rabo no suena desde que, al poco de regalármelo, mi hermana ya decidió que había que higienizarlo y lo bañó en una espuma seca que de seca no tenía nada. Perdió el sonido pero no el en tacto y la abrazabilidad. La de tristezas que me ha ayudado a superar ese peluchito. Tal vez, como dice Mar, adolescente nunca fui, pero sigo siendo un niño. 
Un niño y su oso Tom.

martes, 28 de mayo de 2013

1987: Jóvenes en Libertad y el Albergue “La Cierva”

La verdad que 1986 había sido un año trepidante. Y muy metafórico de aquella parte de mi vida: hacer miles de cosas y no rematar casi ninguna. Posiblemente esa es la clave de mi fracaso político: en este país triunfan los que no hacen casi nada pero rematan todo...

Volví de la mili y me reincorporé a mi trabajo de celador en el Piramidón (Ramón y Cajal). Y, en cuanto salía del trabajo, en bici por la Castellana, me iba a lo que me tocara de aquella alocada campaña del referéndum de la OTAN. Una vez que acabó (y perdimos) también se me acabó el contrato en el hospital. Josep Palau y Juan Guilló, a quien conocía de hacía años en las Juventudes, habían formado en el 85 (el año internacional de la juventud, que tantas subvenciones facilitó) un centro de estudios y documentación sobre juventud: "Jóvenes en Libertad".
Yo había colaborado con ellos en la edición de un librote que se titulaba “Informe sobre el Asociacionismo Juvenil en España”. Tenían registrada, además, la primera escuela de animación no oficial que había en la Comunidad de Madrid. Y un día les ofrecieron coordinar todos los cursos de formación de monitores y coordinadores de tiempo libre en Asturias. Juan me ofreció la dirección de aquello que -pomposamente- llamamos IFAJ (Instituto de Formación y Animación Juvenil). Lo de “Instituto” ya os podéis imaginar: un cuarto pequeñito pequeñito donde cabíamos mi mesa, los trastos que íbamos usando en los cursos y yo. Todo eso en aquel piso de la calle Peligros, en el que además estaban, Juan, Ángeles y María Fernanda.
Mi trabajo consistía en preparar la documentación de los cursos (hicimos unos dossieres interesantes a base de corta y pega en aquella época en que aún no había ni windows ni tan siquiera ordenadores); en buscar profes para las diferentes materias; incluido yo mismo en cosas tan diversas como infraestructuras de campamentos, antropología cultural o evaluación; y en coordinar los cursos. En Luarca (Asturias), a lo largo de 1987, debimos hacer tres o cuatro de monitores y uno de coordinadores, que fue el que más me costó: uno por lo resabiados que estaban los alumnos y otro porque me tocó darlo completamente afónico.

La relación entre Jóvenes en Libertad y la UJCE era extraña. Los de JeL eran la anterior dirección y miraban a los nuevos con recelo. Y yo, en medio, intentando que aquello siguiera teniendo su sentido de espacio formativo y su relación fluida. Hicimos un curso para gente de la JCM que vino muy bien y de cuyas conversaciones finales fueron surgiendo los mimbres –personales e ideológicos- que luego compondrían el cesto de Tiempos Libres.
Una de las cosas que yo pude aportar a “Jóvenes en Libertad” fueron mis entonces escasas relaciones. Pero había una fuerte: Santa Cruz del Valle. Por aquel entonces era alcalde (duró tres o cuatro legislaturas) Benito Cañadas, buen amigo de mi familia. Con algún dinero de alguna subvención, el ayuntamiento había rehabilitado la vieja casa forestal, en medio de un magnífico pinar en la Sierra de Gredos; y no tenía ni uso ni proyecto. Yo hice un proyecto que presenté a unos cursos de Educación Ambiental que estaba haciendo en la UNED. Y llegamos a un convenio de cesión. El adjudicatario era “Jóvenes en Libertad” pero había un compromiso de compartirlo con la UJCE. Así que el Albergue “La Cierva”, como lo bautizamos, pasó a ser la representación gráfica de mi corazón partío.

Fue mi primer albergue, mucho antes que Candás. Lo amueblamos con mesas, menaje y literas viejas que nos dio la Comunidad de Madrid, que estaba reformando el Albergue de la Casa de Campo. Tenía luz por energía solar, muy limitada en aquella época, por lo que la vida por la noche, aparte de con aquellas bombillas escuálidas, se hacía con linternas y camping-luces. Y agua de un pozo, que debíamos potabilizar cada mañana.
En "La Cierva" hicimos un curso intensivo fantástico al que se apuntaron 4 o 5 personas de toda la Península y 17 de Lanzarote, lo que significó el inicio de mi romance con la isla de los volcanes. Y un montón de reuniones de las Juventudes. Casi se puede decir que se convirtió en mi residencia de fin de semana durante todo 1987. Cuando en el 88 entré en la ejecutiva de la UJCE, tuve que dejar parte de mi trabajo de formación en el IFAJ (aunque seguí coordinando algún curso más).
Mi distanciamiento de la UJCE y el acercamiento de Benito a los sectores más zorrocotrocos del PCE, nos fueron distanciando. La Cierva pasó a otras manos. Y yo me fui distanciando de Santa Cruz y de Gredos. Fue por entonces cuando reapareció en mi vida Luis y, con él, otra cordillera, más alejada pero más alta: los Pirineos. Pero eso ya son otros montes y otras historias.


domingo, 26 de mayo de 2013

1978: En París de la France

Uno de mis libros infantiles preferidos eran “Las maravillas del mundo”. De infantil no tenía nada; era un librote a todo color que se había comprado, por correspondencia, mi madre  (no sé si a Mail Ibérica o a Selecciones, sus tiendas postales preferidas). En el que venían no sólo las siete maravillas de la antigüedad sino, por supuesto, los grandes monumentos del mundo mundial actual. Y de vez en cuando mi madre y yo lo abríamos -respirando aquel olor tan característico del papel couché- y nos íbamos de viaje con la imaginación, a algún lugar del mundo. 
He de decir que, o por desprecio al resto de civilizaciones o por pura cuestión práctica, mi madre siempre se quería ir cerca: o a Francia, o a Italia o, como mucho, a Colonia, con aquella catedral gótica fantástica que venía, de noche, iluminada a doble página y que tenía que ser lo más de lo más, con sus reyes magos allí enterrados y su reflejo gótico en el río. En cualquier caso, durante mucho tiempo, nuestras únicas maravillas del mundo conocidas en la realidad fueron dos: La Alhambra y el monasterio de El Escorial, que como lo teníamos a 15 kilómetros, nos lo sabíamos de memoria. 
No sé en qué momento me invitaron. Pero sí que –seguro- que al momento dije que sí. Sin haber estado nunca, conocía París casi a la perfección; no sólo de los cursos de francés (entonces a la asignatura se le llamaba oficialmente “lengua y civilización francesas”). Además, por casa había una guía de París que le había regalado a mi hermana una amiga suya de esas de carteo entre alumnos de institutos. Mi hermano había estado y trajo cientos de diapositivas de las de poner los dientes largos. Y, por supuesto, había releído con mi madre -un montón de veces- sus maravillas en el librote: Notre Dame, el Louvre y el Arco del Triunfo. Recuerdo que, además, en Francia venían otras cuatro: la central mareomotriz de La Rance, Versalles, la iglesia de Le Corbusier en Ronchamp y el Túnel del Mont Blanc. 
Pues el caso es que mis primos Emi y Jaime se iban a París. Y le habían dicho a Reyes que si quería ir y, por extensión a Magdalena, que vivía con ella y a mí, el hermanito menor. Iríamos en el coche de Jaime, un 124 ranchera blanco. Salimos de un Madrid atascadísimo un viernes de dolores. Y tras dormir en el País Vasco, pasamos la frontera. Nos faltaba la boina, pero saludábamos a todo español con el que nos cruzábamos y si coincidíamos en una gasolinera con un camionero patrio, le ofrecíamos la bota. 
Llegamos a París a dormir y, para seguir la tradición familiar de no llevar nunca nada reservado, nos pusimos a buscar hotel a las 9 de la noche de un sábado anterior a domingo de ramos por la zona de la Gare de l’Est. Lo único que encontramos fueron tres habitaciones en una especie de túnel del terror que se hacía llamar Hotel Alsace. Ya el “recepcionista” avisaba; tuerto, en bata y con una especie de servilleta sucia alrededor del cuello. Las habitaciones debían estar en un tercero o un cuarto, sin ascensor. Daban tanto miedo que yo me fui a dormir con las chicas. Al día siguiente, cambiamos de barrio y nos pusimos a buscar, temprano, un lugar en mejores condiciones por el sur. 
Recorrimos todos los monumentos que un buen visitante de París conocer. Me acuerdo especialmente de la Sainte Chapelle (creo que después, nunca he conseguido verla en un día de sol); de los Campos Elíseos, del viejo Jeu de Paume de las Tullerías con los impresionistas, de los paseos por Montmartre, del impacto que me hizo el Pompidou y su gran colección de arte contemporáneo y, por supuesto, de subir a la Torre Eiffel. 
Recuerdo en el Louvre la Gioconda con pocos japoneses. Mi primer contacto -alucinado- con la Venus de Milo tan conocida y la visión de la Victoria de Samotracia en lo alto de la escalera. Y algo que yo desconocía y que las fotografías demuestran que ya me cautivaron: los esclavos de Miguel Ángel, que debían estar como en un sótano. Fue un recorrido museístico muy de esculturas, porque otra mañana la pasamos en ese bellísimo rincón de París que es el museo Rodin, al que tantas veces he vuelto.

Comíamos de picnic quesos y patés (que ahí empezaron a gustarme) e íbamos todo el tiempo en nuestro súpercoche. El día que íbamos a Notre Dame se le descargó la batería y tuvimos que meterlo en el taller del aparcamiento subterráneo de la Cité, que estaba en la planta -3. Cuando volvimos por la tarde, el aparato de recarga estaba desconectado y por supuesto aquello no arrancaba. Jaime se encaró con el del taller que debió decirle aquello, de “si no les gusta, llévenselo” y tuvimos que sacar el coche, subiéndolo tres plantas, a empujones. Al 124 le debió gustar lo de los empujoncitos, porque se calaba en los sitios más inapropiados. 
Una tarde de lluvia, en pleno atasco en la calle San Denis, sí, a la altura de la casa de Irma la Dulce, en pleno puterío, se caló. “Hala, empujad” dijo Jaime. Como él conducía, no podía bajarse. Y las chicas, tampoco, no fuera que las confundieran con competencia. Así que ahí me tienes a mí, con 15 años, bajo la lluvia, en pleno atasco, empujando cochecito entre las putas de París. 
Nos lo pasamos bien. Encontramos un lugar en los bulevares donde nos hacían unas crêpes muy ricas, donde acabábamos todas las noches. Compramos cuadernos en Gibert Jeune, mandamos las postales de rigor, compramos unos libros de Rodin (fue el regalo oficial para un montón de gente) y, para despedirnos, fuimos a cenar una cosa que yo nunca había probado: pizza.

El sábado santo, cogimos camino de Chartres. Y después, pues vuelta a casa. Como todo domingo de resurrección, era Aberri Eguna en el País Vasco. Y un poli avispado sabe que, aunque en el carné ponga que es natural de Galicia y el coche sea de Zamora, un tío con barbas tiene que ser de la ETA. Y ahí pasamos un buen rato, hasta que debieron decidir que no éramos etarras. Menos mal que al coche le dio por arrancar y no tuvimos que salir de la aduana empujando.

1986: La huelga de hambre

En noviembre de 1986, cuando el gobierno sociata empezaba a regular el aborto legal, necesitaba un golpe de imagen que le lavara la cara ante la jerarquía católica. Así que mandó a la policía a precintar la clínica Dator, la que fuera meses más tarde, primera clínica reconocida para practicar la interrupción del embarazo. Pero previamente, detuvieron a todos los trabajadores y se llevaron las historias clínicas.

Hubo concentraciones ante los juzgados, manifestaciones y muchas declaraciones por parte de mucha gente. Pero se notaba que la izquierda estaba tocada tras la derrota del referéndum. En una concentración ante los juzgados de plaza de Castilla, nadie sabía si quedarse o irse y se me ocurrió una idea para darle trascendencia a aquello: declararnos en huelga de hambre. Estábamos 10 o 12 de las juventudes y redacté allí mismo un manifiesto. El problema es que no teníamos chica joven que lo leyera. Así que recurrimos a mi hermana, que siempre aparentó 10 años menos. Salimos en la portada de El País del siguiente domingo. Espero no tener que volver a hacer otra similar por las mismas causas, señor Gallardón.
La huelga de hambre la hicimos en el local de la calle Campomanes, al lado de la casa de Ópera. Por allí estábamos los de la JCM: Bruno, Javi, yo y más gente y gente de la UJCE como Jesús Montero y su compañera de aquellos años. Nos daban un suero realmente asqueroso y venía a vernos mucha gente.

Colgamos una pancarta enorme desde la cornisa del edificio (estábamos en la 5ª planta) sujeta con cuerdas y, para hacer de pesos, tacos de libros. Una noche, hizo tanto viento que empezaron a caer libros a la calle y vinieron los bomberos. Abrí yo y les expliqué lo que pasaba; el bombero no parecía darme mucho crédito. Hasta que apareció Jesús en calzoncillos (él, que ya era escuálido de natural) y entonces, aquel hombre, fue consciente de lo que era una huelga de hambre.
Entre medias de la huelga se nos murió Pili la melliza, que llevaba ya muchos meses en la UCI, tras un accidente de coche. Me llevaron al entierro y lo pasé muy mal. Lo mismo se pensaron que el desmayo era de la emoción. Jodido estaba, pero es que llevaba cuatro o cinco días sin comer.

La huelga era un éxito mediático, pero claro, no íbamos a estar allí toda la vida. Así que se nos iban ocurriendo cosas para seguir llamando la atención. Algunos grupos feministas decidieron llamar a autoinculparse en juzgados. Nosotros decidimos, que esa era otra buena manera de continuar con el jaleo . Nos fuimos al menos 50 miembros de las Juventudes Comunistas a declarar que habíamos abortado ante el juzgado de guardia, que aquella tarde lo ocupaba uno muy conocido,: el juez Lerga. Claro, rechazó las autoinculpaciones masculinas por considerarlas un intento de mofa de la Justicia. Menos mal que no nos abrió un proceso.
Pero las cosas iban bien y el PSOE empezaba a perder por fin una batalla. Los dos sindicatos grandes convocaron una manifestación potente para pedir la libertad de los detenidos y aprovechamos para declarar que, ya que habíamos conseguido poner el tema en el centro del debate, volvíamos a comer para podernos sumar a la manifestación.

viernes, 24 de mayo de 2013

2011: Coslada en Bici


Anoche nos despedimos de Raúl. Como tantos otros, el lunes sale para Alemania, a trabajar, a encontrar el futuro que aquí se nos niega. Raúl, para quienes no lo conozcáis, es el secretario de “Coslada en Bici”, lo que –en lenguaje cinematrográfico- podríamos subtitular “el último proyecto”. O el penúltimo…

Hay movimientos sociales ruidosos; el 15M, por ejemplo. Y los hay tranquilos, sosegados. Los hay que luchan contra los feroces temporales y los hay que se cogen el viento a favor. Hoy pelear por un mayor uso de la bicicleta es subirse a una ola que tarde o temprano nos va a llevar a playas mucho más bellas que nuestro actual cenagal. No me acuerdo cuándo fue la primera vez que fui a la Bici Crítica, la masa crítica de Madrid. Creo que fue con Néstor hará 3 ó 4 años, tal vez alguno más. Y que nos impresionó. 
Cualquiera que lea estos apuntes de mis 50 años podrá ver que las bicicletas han estado siempre presentes en mi vida. Como elemento de transporte pero, sobre todo, como metáfora de mi libertad individual. Que siempre he envidiado a esos países sin petróleo en los que la gente se mueve sin petróleo; las miles de bicicletas aparcadas en los alrededores de las estaciones holandesas, las parejitas cicloturistas por las costas francesas… 
Aquellas primeras Bici Críticas mías me trasmitieron una señal clara: se puede invertir el proceso de cochización de nuestra sociedad, podemos empoderar a las humildes bicis. Pero, al mismo tiempo, que había que extender esos movimientos a mis lugares cotidianos. O sea, lo de siempre. Un año, tras una bicifestación que malmontaron los de Ecologistas en Acción, nos juntamos 4: Taquete, Kike, Néstor y yo. Y decidimos montar una asociación que visibilizara la bici en nuestra ciudad. Y así surgió Coslada en Bici. 
Por el camino, he aprendido que en esto de los movimientos sociales lo importante es sumar. Y así creo que lo hemos hecho. Hoy es un grupo que funciona, dentro del desolador panorama asociativo cosladeño. Salimos todos los meses con nuestros biciencuentros, vamos creciendo poquito a poquito, hacemos cosas fáciles pero llamativas: San Bicintín, la Semana de la Bici.... 
No es sólo porque exista una asociación como Coslada en Bici; pero también. La crisis ha ayudado a dejar el coche en casa para ir a la tienda de la esquina. La gente joven está mucho más concienciada en temas ambientales. Casi todo el mundo tiene una bici en su trastero o en su balcón. Hoy no circulas por Coslada sin cruzarte una bicicleta.

Pero hemos creado un espacio de relación, de propuesta y de apuesta que cuenta con gente que merece la pena. Como Raúl. Y por eso, el esfuerzo colectivo merece la pena.

jueves, 23 de mayo de 2013

1992: Móstoles, el far west

(...)Nunca te entregues ni te apartes
junto al camino nunca digas
no puedo más y aquí me quedo.
La vida es bella ya verás
como a pesar de los pesares
tendrás amor tendrás amigos.(...)
 
José Agustín Goytisolo "Palabras para Julia"
Mi tiempo en la concejalía de Juventud de Coslada tocaba a su fin. No sólo porque ya estaba en una edad poco joven. Realmente había un cierto conflicto de “hijo mata al padre” entre el Concejal y yo. Aquello era ya demasiado mío: programa, objetivos, actividad, organigrama y había que buscar una salida. 

En el verano del 92, me llamó mi amigo Javier Pontes y me contó que había entrado a trabajar en Móstoles, donde IU se había incorporado al gobierno, y estaban buscando un Director de Cultura. Lo de Cultura no me asustaba, todo lo contrario, me sentía si no preparado, al menos implicado. Lo del sur sí que me echaba un poco para atrás. Era una plaza de confianza con un contrato extraño (alta dirección o así) y muy bien pagado. Conocía al cabeza de lista de Móstoles de todo el proceso de renovación del PCE de Madrid y preparé el currículum. Tuve una entrevista con el alcalde y, en pocos días me confirmaron la plaza. 

Pedí la excedencia en Coslada, donde me hicieron una comida de despedida a la que vino el propio alcalde,  Huélamo, que ya auguró que volvería. Y me fui para el lejano oeste con mi pomposo título de Director.

Llegué a Móstoles, con ganas de cambiar el mundo. Me enseñaron el centro donde trabajaría. En la cuarta planta estaba el apartamento inglés. “Y eso qué es?” me pregunté yo. Pues una especie de picadero horteramente amueblado, mandado construir por el anterior alcalde en el centro cultural de al lado del ayuntamiento; con su cama abatible y todo. Eso ya me dejó claro a dónde había venido y cómo era su clase política. El comité de empresa estaba solicitando un local y decidí que cederles aquello me daría alguna paz social… 
Desde hacía siglos, en aquella concejalía, no había programación. Yo que, además, por aquellas épocas hacía Pedagogía en la UNED, puse en marcha un sistema de programación por objetivos que no gustó pero que nada. Tenía cinco centros a mi cargo: el central (Villa de Móstoles), tres centros socios culturales (Caleidoscopio, El Soto y Joan Miró) -cada uno de los cuatro con su biblioteca- y un Conservatorio Municipal. En total, casi doscientos profesionales; yo que venía de una concejalía con tres. 

Algunos colaboraron y aportaron. Otros estaban ahí. La mayoría metió todos los palos posibles en la rueda de la bici. Pero salimos adelante. Eran tiempos en los que había algo de dinero y había iniciativas que tenían resonancia. Montamos el teatro con una programación estable (el primero de una ciudad no capital en la Red del Ministerio). Intentamos sectorializar los centros, de manera que se saliera de esa dinámica pueblerina de los talleres. En algunos se consiguió, en especial en El Soto en torno a las escénicas. Conseguí hacer una programación de actividades en la calle: el festival de folclore y la representación del 2 de mayo, que aún persiste. Diseñé una política de infancia intentando imitar los modelos franceses de Les Francas. Tuvimos una trayectoria coherente de exposiciones, algunas de las cuales las hicimos nosotros. Y trabajamos duramente para conseguir que la prensa nos hiciera caso. Aún si se pone mi nombre ligado a Móstoles, Google devuelve noticias de Jazz. 
Aprendí mucho. Y curré muchísimo. Yo con mi bisoñez pero también con mi tesón. Los trabajadores de Cultura componían una sociedad un poco endogámica. Entre la gente que estaba bajo mi dirección habían cuatro ex directores. Muchos de ellos habían tenido relaciones personales entre sí. Aquello era difícil de gestionar. 

Y, sobre todo, era difícil gestionar un ayuntamiento en el que un día no había alcalde (había dimitido) y otro día había dos (el dimisionario regresaba y mandaba a la policía contra su contrincante). No sólo había una terrible inestabilidad política. Es que los dos funcionarios fundamentales (secretario e interventor) estaban a hostias. El PSOE de Móstoles de desgarraba entre guerristas y leguinistas llegando a situaciones de escándalo en el Pleno. Entre dimisiones de alcaldes y roturas de pactos, yo creo que pasé más tiempo cesado que en plenas facultades. 
Editábamos una revista (Móstoles Cultural) y en una de las ediciones no querían distribuirla porque no había partida o algo así. Tiré de mis niños de Tiempos Libres y en tres tardes todo Móstoles la había recibido. Comprobé por primera vez en la vida que, cuando innovabas o -simplemente- acertabas en algo, era cuando más enemigos te creabas. Fue duro tener éxito.

En dos años yo estaba ya un poco de vuelta de todo. Javi se marchó a la Ribagorza a un proyecto que le ilusionaba. Me sentí muy solo en un mundo que no era el mío y al que, además, no le tenía que agradecer nada. Un día, paseando por Coslada, me encontré a Huélamo, que me preguntó por los líos políticos de aquel lugar. Cuando le conté cómo estaba me dijo que me volviera, que yo tenía mi plaza aquí. Harto de ver a los hermanos Dalton esperar desde su mecedora ver pasar mi cadáver, un día de octubre del 94 dimití y me volví a Coslada. 

Por supuesto, la izquierda perdió Móstoles en las siguientes elecciones. Pero aún se pueden ver frutos de decisiones mías en aquellos centros. Incluso hay gente que habla bien de mí…

miércoles, 22 de mayo de 2013

1980: Santa Quiteria

Hoy es Santa Quiteria. Ni idea de lo que hizo esta pobre mujer para alcanzar la santificación. Pero, sobre todo, ni idea de por qué llegó a ser patrona de Alpedrete. Pero el caso es que, a finales de mayo, este pueblo de mi sierra inaugura la temporada de fiestas populares.

Finales de mayo... Solecito, días largos, aún no han empezado los exámenes, pero los estudiantes están hasta el gorro del instituto. O al menos, eso pasaba en nuestro instituto, el Jaime Ferrán. Algunos profes decidían, inteligentemente, trasladar las clases de por la tarde a la dehesa adyacente (qué tiempos aquellos, en que el instituto estaba rodeado por todos lados por los prados verdes de la vieja dehesa villalbina). Por que, si no, podía darse el caso de quedarse ellos en el aula y un alto porcentaje de alumnos estar retozando entre las vacas. Gloria “la Golda”, de literatura, hacía transportar incluso la pizarra, de manera que organizaba la clase lo más solemnemente posible, ella bajo la encina, el alumnado sobre la hierba.
Pero cuando se acercaba Santa Quiteria, piernas y hormonas de los del Jaime Ferrán rebullían cada vez más. Las fiestas debían de durar un fin de semana o así y el primer encierro solía coincidir en viernes. Llegábamos al insti a la hora habitual, los de Villalba a pie o en bici, los de los pueblos en sus autocares. Y en vez de entrar en clase, cogíamos directamente la carretera de Navacerrada camino de la plaza de toros portátil de Alpedrete. 4 kilómetros y una larga fila de chavales y chavalas recorríamos los arcenes de la M-601 hasta llegar al pueblo vecino.

Como por las tardes, los profesores se dividían en dos: los colaboracionistas y los que no. Mercedes D’Harcourt formaba parte de los primeros. A cambio de permitir ir al encierro, pedía que la gente se llevara álbum y lápices y entregara a la vuelta un dibujo al natural. Los que tenían dibujo ese día eran unos privilegiados: para que no la regañaran sus compañeros por el retraso, llevaba a los alumnos en su desvencijado dian6 rojo (a cinco por viaje, lo mismo se hacía ocho de ida y ocho de vuelta).
Los demás, a pie. A pasar la mañana en la plaza. Tonteando, como siempre. Para ver unos encierros de lo más normalito. Luego, con suerte, algún padre nos devolvía al insti en coche. Y si no, a pie.

Era la última escapatoria antes de los exámenes. Tras Santa Quiteria, tocaba lo más duro del curso. Y, por supuesto, no volvía a haber fiestas locales hasta que llegaban las vacaciones.
Hoy esto sería inimaginable en un centro educativo. Los móviles de los padres hubieran saltado y lo mismo nos hubiera devuelto al instituto la guardia civil. Pero no salimos ni más burros, ni más taurinos. ïbamos varios en la motocicleta de Abel, y sin casco; fumábamos y bebíamos... Los bocatas de tortilla de Carmen y Delfín, en la cafetería del insti, no estaban hechos con huevina, pero nunca nadie se envenenó. Y estaban buenísimos.

martes, 21 de mayo de 2013

1973: El referéndum de don Carlos.

Cuando pasamos a 5º, continuamos con el mismo maestro, Don Carlos, en la misma aula del "Grupo Escolar". Eso sí. La mitad éramos de quinto y la otra mitad, de cuarto. Por eso nos trajeron algunas mesas nuevas que destacaban entre los tradicionales pupitres. Pero como no había suficiente para todos los que éramos, añadieron al final de la clase un banco corrido donde cabían tres alumnos. Muy pronto fue conocido como “el banco de la paciencia”.

Eran épocas de grandes avances tecnológicos: oíamos el romance del conde Olinos en un tocadiscos y, a veces, nos pasaban alguna lección en diapositivas. Pero por lo general, aquello tenía todas las trazas de la educación tradicional, mucha memoria y, sólo porque había que compatibilizar dos cursos, fichas de aquellas de Santillana para entretener al curso que en ese momento no estaba siendo atendido. Además, aquel curso inauguramos baños con agua. No era potable y no se podía beber pero, al menos, ya no íbamos a mear y a cagar a la tapia.
Don Carlos no pegaba demasiado, aunque algún cachete ya caería. Su sistema era de movernos arriba y abajo todo el tiempo. Cualquier pregunta bien respondida era valorada con un “tres puestos para adelante”, cualquier fallo en el “prietas las filas”, dos puestos para atrás. Nos pasábamos el día cambiando de sitio. ¿Todos? No. Si había alguno poco adepto a las primeras filas que conseguía llegar, podía llegar hasta el tres, pero las dos primeras sillas, mesas nuevas individuales, estaban reservadas para una clase selecta.

Una vez había una diapositiva con una fábrica. Y el maestro le preguntó al primero (seguramente José Miguel Aguado) que qué era aquello. Y no lo supo. Y así fue pasando hasta llegar a los últimos. Había un chaval, gamberrete que se apellidaba Encinas que lo supo: “una fábrica de cemento”. La norma decía que debía adelantar a todos los que no habíamos sabido aquello. Pero no, las dos mesas delanteras no se tocaron.
A mí aquello no me gustó nada. Además, yo gozada de una cierta inmunidad como hijo de maestros. Así que decidí provocar un poco. Demostraría que podía rebajarme a la perfección y llegar en una tarde al banco de la paciencia. Fue fácil: beber agua del grifo prohibido, golpear fuerte con la tapa del pupitre y no me acuerdo qué más. Enseguida llegué al momento más humillante, pues para pasar del cuarto por la cola la banco de la paciencia, había que saltar a todos los de 4º. Pero una vez allí, yo estaba pletórico de orgullo por la hazaña. Creo que alguno más se avino a la aventura. Don Carlos nos llamó y nos echó una bulla del copón.

Era un año en el que había habido una huelga de maestros. Y aquello también nos revolucionaba, Era la primera con el caudillo bien presente. Así que armados del valor que los propios profes nos contagiaron, escribimos a don Carlos pidiéndole acabar con el vaivén de los puestos para adelante y los puestos para atrás. Y se avino ha hacer un referéndum en la clase: llamaba a uno por uno y le preguntaba qué quería. Como él era juez y parte, al final dijo que había empate, pero que relajaría lo del movimiento de puestos.
Pero seguimos con aquel vaivén de “hola-don-pepito-hola-don-josé” que era cambiarnos todo el tiempo de sitio. Hasta que, a punto de empezar las vacaciones de navidad, le metieron el bombazo a Carrero y cambiamos la canción: “así volaba así así, así volaba así así, así volaba así así; así volaba que yo lo vi…