domingo, 26 de mayo de 2013

1978: En París de la France

Uno de mis libros infantiles preferidos eran “Las maravillas del mundo”. De infantil no tenía nada; era un librote a todo color que se había comprado, por correspondencia, mi madre  (no sé si a Mail Ibérica o a Selecciones, sus tiendas postales preferidas). En el que venían no sólo las siete maravillas de la antigüedad sino, por supuesto, los grandes monumentos del mundo mundial actual. Y de vez en cuando mi madre y yo lo abríamos -respirando aquel olor tan característico del papel couché- y nos íbamos de viaje con la imaginación, a algún lugar del mundo. 
He de decir que, o por desprecio al resto de civilizaciones o por pura cuestión práctica, mi madre siempre se quería ir cerca: o a Francia, o a Italia o, como mucho, a Colonia, con aquella catedral gótica fantástica que venía, de noche, iluminada a doble página y que tenía que ser lo más de lo más, con sus reyes magos allí enterrados y su reflejo gótico en el río. En cualquier caso, durante mucho tiempo, nuestras únicas maravillas del mundo conocidas en la realidad fueron dos: La Alhambra y el monasterio de El Escorial, que como lo teníamos a 15 kilómetros, nos lo sabíamos de memoria. 
No sé en qué momento me invitaron. Pero sí que –seguro- que al momento dije que sí. Sin haber estado nunca, conocía París casi a la perfección; no sólo de los cursos de francés (entonces a la asignatura se le llamaba oficialmente “lengua y civilización francesas”). Además, por casa había una guía de París que le había regalado a mi hermana una amiga suya de esas de carteo entre alumnos de institutos. Mi hermano había estado y trajo cientos de diapositivas de las de poner los dientes largos. Y, por supuesto, había releído con mi madre -un montón de veces- sus maravillas en el librote: Notre Dame, el Louvre y el Arco del Triunfo. Recuerdo que, además, en Francia venían otras cuatro: la central mareomotriz de La Rance, Versalles, la iglesia de Le Corbusier en Ronchamp y el Túnel del Mont Blanc. 
Pues el caso es que mis primos Emi y Jaime se iban a París. Y le habían dicho a Reyes que si quería ir y, por extensión a Magdalena, que vivía con ella y a mí, el hermanito menor. Iríamos en el coche de Jaime, un 124 ranchera blanco. Salimos de un Madrid atascadísimo un viernes de dolores. Y tras dormir en el País Vasco, pasamos la frontera. Nos faltaba la boina, pero saludábamos a todo español con el que nos cruzábamos y si coincidíamos en una gasolinera con un camionero patrio, le ofrecíamos la bota. 
Llegamos a París a dormir y, para seguir la tradición familiar de no llevar nunca nada reservado, nos pusimos a buscar hotel a las 9 de la noche de un sábado anterior a domingo de ramos por la zona de la Gare de l’Est. Lo único que encontramos fueron tres habitaciones en una especie de túnel del terror que se hacía llamar Hotel Alsace. Ya el “recepcionista” avisaba; tuerto, en bata y con una especie de servilleta sucia alrededor del cuello. Las habitaciones debían estar en un tercero o un cuarto, sin ascensor. Daban tanto miedo que yo me fui a dormir con las chicas. Al día siguiente, cambiamos de barrio y nos pusimos a buscar, temprano, un lugar en mejores condiciones por el sur. 
Recorrimos todos los monumentos que un buen visitante de París conocer. Me acuerdo especialmente de la Sainte Chapelle (creo que después, nunca he conseguido verla en un día de sol); de los Campos Elíseos, del viejo Jeu de Paume de las Tullerías con los impresionistas, de los paseos por Montmartre, del impacto que me hizo el Pompidou y su gran colección de arte contemporáneo y, por supuesto, de subir a la Torre Eiffel. 
Recuerdo en el Louvre la Gioconda con pocos japoneses. Mi primer contacto -alucinado- con la Venus de Milo tan conocida y la visión de la Victoria de Samotracia en lo alto de la escalera. Y algo que yo desconocía y que las fotografías demuestran que ya me cautivaron: los esclavos de Miguel Ángel, que debían estar como en un sótano. Fue un recorrido museístico muy de esculturas, porque otra mañana la pasamos en ese bellísimo rincón de París que es el museo Rodin, al que tantas veces he vuelto.

Comíamos de picnic quesos y patés (que ahí empezaron a gustarme) e íbamos todo el tiempo en nuestro súpercoche. El día que íbamos a Notre Dame se le descargó la batería y tuvimos que meterlo en el taller del aparcamiento subterráneo de la Cité, que estaba en la planta -3. Cuando volvimos por la tarde, el aparato de recarga estaba desconectado y por supuesto aquello no arrancaba. Jaime se encaró con el del taller que debió decirle aquello, de “si no les gusta, llévenselo” y tuvimos que sacar el coche, subiéndolo tres plantas, a empujones. Al 124 le debió gustar lo de los empujoncitos, porque se calaba en los sitios más inapropiados. 
Una tarde de lluvia, en pleno atasco en la calle San Denis, sí, a la altura de la casa de Irma la Dulce, en pleno puterío, se caló. “Hala, empujad” dijo Jaime. Como él conducía, no podía bajarse. Y las chicas, tampoco, no fuera que las confundieran con competencia. Así que ahí me tienes a mí, con 15 años, bajo la lluvia, en pleno atasco, empujando cochecito entre las putas de París. 
Nos lo pasamos bien. Encontramos un lugar en los bulevares donde nos hacían unas crêpes muy ricas, donde acabábamos todas las noches. Compramos cuadernos en Gibert Jeune, mandamos las postales de rigor, compramos unos libros de Rodin (fue el regalo oficial para un montón de gente) y, para despedirnos, fuimos a cenar una cosa que yo nunca había probado: pizza.

El sábado santo, cogimos camino de Chartres. Y después, pues vuelta a casa. Como todo domingo de resurrección, era Aberri Eguna en el País Vasco. Y un poli avispado sabe que, aunque en el carné ponga que es natural de Galicia y el coche sea de Zamora, un tío con barbas tiene que ser de la ETA. Y ahí pasamos un buen rato, hasta que debieron decidir que no éramos etarras. Menos mal que al coche le dio por arrancar y no tuvimos que salir de la aduana empujando.

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