miércoles, 15 de mayo de 2013

1972: Los reyes del scalextric

Mi vecino Felicianito tenía, aparte de 14 años más que yo, un ibertrén. Era un tío paciente y cuidadoso que lo manejaba a la perfección. Molaba. Había más gente en Villalba con trenes en miniatura: Don José Bru y los del restaurante Monte Cervino, que ya sólo por el nombre, todo lo que hicieran me sonaba bien. Así que con 8 añitos decidí pedir a los reyes un Ibertrén. 

Y sé que eran 8 añitos porque mi hermano ya tenía carné de conducir. Y unas ganas locas de tener un Scalextric: eso que pones dos coches a echar carreras para llegar antes a no se sabe dónde. Pues que se lo pidiera él; que yo quería un ibertrén. Y luego, hacerle una maqueta con montañas, estaciones y vaquitas como las que ponían en navidad en la estación de Recoletos. 
Pero no. Parece ser que el que me tenía que pedir el scalextric era yo. Que lo de los trenes era no se qué de introvertido y solitario y yo necesitaba socializar. Y nada mejor para eso que el scalextric. Recuerdo aquellos días con una presión feroz. Más o menos similar a la que hubo para colocar mi armario-secreter en medio de la habitación y eso que lo había pagado yo con los dineritos de mi comunión. Por la tarde estuvimos en la casa de Embajadores. Y erre que erre, que hay que ser tonto para pedirse un ibertrén. Que lo que molan son los coches. Y yo dije que vale, que sí, que cambiaba la carta. 

Así que nos fuimos para Villalba a montar el estaribel de la llegada de los Reyes. Una especie de altar particular con unas copitas de sidra “El Gaitero”, las botas y la cajita con el dinero. “¿Cajita con el dinero?” se preguntará el lector. “¿Cajita con el dinero?” me pregunté yo años más tarde. Pues sí, cuando llegaban los meses con R, mi padre buscaba una caja mona de cartón (de bombones o parecida) y ahí iba echando yo mis ahorros. De la paga de los domingos, de lo que me diera algún tío, de las sobras de las compras… Vamos, que llegaban los reyes y yo les dejaba mis 200-300 pesetas. 
Y llegaron. Por supuesto, con el maldito scalextric. Mi hermano lo había comprado en El Corte Inglés esa misma noche y lo había llevado él a Villalba (por eso sé que ya conducía). Cuando me levanté, me puse a probarlo y bueno, para un rato, no estaba mal. Las noches siguientes entendí yo lo de la socialización: mi hermano quedaba con sus colegas para echar carreritas al scalexctric. Yo, a veces quedaba con algún amigo. O juntábamos pistas con otro para hacer circuitos más grandes. Pero lo que más me molaba de todo era desmontar los coches, recomponerles la mecánica, cambiarles las escobillas y –come se dice ahora- tunearlos a mi gusto. Me encantaba por dos razones. La primera, porque es mucho más divertido destripar coches que echar estúpidas carreras con ellos, en especial si estás tú solo y llevas un mando en cada mano. Y la segunda, por el placer de responder a la pregunta “¿dónde has metido los bólidos?, que vamos a jugar un rato” con un, “uy, pues están los dos en reparación”. 

Para las tardes de invierno, aquello podía pasar. Pero en cuanto llegó el verano, decidimos hacer nuestro propio scalextric en el chalet de Jesús Manso. Por la parte de atrás había espacio de sobra y mucha arena. Hacíamos unos circuitos de chapas que te pasas. Y además eran mucho más divertidas, que les podías dar fuerza, efecto y estilo, no como a los tontos coches eléctricos. Llegamos a hacer un trofeo; (bueno, como siempre, lo hice yo), se llamaba “Pista Nova” y era superchulo. La peana era una tapa del nescafé y el resto no me acuerdo. Eso sí, seguro que no lo gané yo, que siempre fui un poco desastre para las competiciones. 

Al año siguiente yo ya sabía que los reyes eran los padres. Y logré averiguar dónde tenía mi madre metido el juego de magia, para garantizar que nadie hiciera ningún cambio. Pero lo más llamativo del descubrimiento no fue la personalidad de sus majestades, sino que ningún niño de mi entorno dejaba dinero a los reyes. Estaba alucinado. Así que cuando hubo oportunidad, le pregunté a mi Madre el porqué de esos pagos. Y mi madre sacó la libreta de la Caja Postal (con la garantía del estado), aquella con el águila grandota y la peseta que me dio la patria por nacer y me enseñó los apuntes de cada 7 de enero: Cada año había ido guardando  el dinero en la cartilla. Y soltó la frase de rigor: “Por si te faltamos cuando vayas al servicio”. No es que mi madre me limpiara el culo cuando iba a cagar, no; el “servicio” era el militar, la puta mili. Y yo, un resbalón que nació cuando mi madre tenía 45 años. Por eso siempre su sufrimiento de “si algún día te  faltamos”. 
Como mi madre era hermana gemela, un día yo lo terminé de arreglar: “No me preocupa que te mueras, mamá; me quedo con la tía Victoria, que es igual”. Por buena suerte, cuando fui al “servicio” allí estaban mis padres para apoyarme vivitos y coleando. Lo que seguro que ya no estaba era el scalextric. Lo había vendido cuando me fui de casa para comprar algo útil.

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