lunes, 13 de mayo de 2013

2001: La gran travesía americana

(…) Estaba a medio camino atravesando América, en la línea divisoria entre el Este de mi juventud y el Oeste de mi futuro, y quizá por eso sucedía aquello allí y entonces, aquel extraño atardecer rojo (…) Jack Kerouac. "En el camino". 
Yo nunca había sido hippie. Y mucho menos beat. Pero había cosas que me mataban de envidia. Y algunas otras que admiraba. En “El camino” nada en concreto de mata de envidia ni nada en concreto es admirable. Pero es una novela cuyo rastro hay que seguir alguna vez en la vida. Ya sé que aquí tenemos el Camino de Santiago. Pero tiene demasiadas respuestas. Los caminos de Kerouac, en cambio, estaban eran llenos de preguntas. 
Logré averiguar que aún existía la agencia que aparece en la novela. Coches de yuppies que se cambian de costa y son incapaces de conducir tanto tiempo. Ellos van en avión y te dejan el vehículo en la agencia; es gratis, te pagan el primer depósito de gasolina y el seguro. Eso sí tienes que llegar en 15 días. 

Yo no quería hacer la ruta 66, demasiado mitificada. Primero quería subir a los grandes lagos y luego, desde Chicago, subir por las Dakotas a Yellowstone y las reservas indias. Y acabar en Seattle, a ver a mi amigo Deron. Como siempre, pasé más días diseñando el itinerario que haciéndolo. No me gusta que las cosas de un viaje se improvisen. Ya dije que nunca fui hippie…
La idea era buscar compañía, otra pareja, a ser posible con conocimientos de ingles, que mi ex y yo no los teníamos. Se lo fuimos proponiendo a amigos pero era una aventura demasiado larga o demasiado cara. Cuando parecía que nos íbamos solos, de repente, en la misma noche, aparecieron dos parejas que querían ir. Así que por compromiso, o por comodidad, decidimos ir 6. Había que alquilar, difícilmente encontraríamos un coche para tantos.  

Fuimos a Nueva York. En dos tandas. La primera Teresa y Pilar, que iban a casa de su amigo David. La segunda los que no teníamos casa en la gran manzana, Patty, JoseAn, Javi y yo. No me olvidé de nada. Ah, sí; del teléfono y la dirección de David. Sin ella, ¿cómo quedar con las chicas? Me pasé todo el vuelo juntando letras hasta lograr recomponer memorísticamente el apellido del tal David: Ruhland. Por suerte en la guía telefónica de todo Nueva York no había nadie con ese apellido cuyo nombre empezara por D. Quedamos al día siguiente. 
Yo me había sacado una tarjeta de crédito de esas de ofertas roñosas: un 5% de descuento en alquileres de coches en España y un 10% en Europa. Y, en letra pequeña, un 50% en USA. Como éramos 6, la idea del coche cedido se desvaneció y tuvimos que alquilar una furgoneta. La Voyager era cojonuda y nos salió baratísima (incluido dejarla a 2.200 km. de donde la recogíamos). Salimos hacia el lejano oeste. 

Subimos por el Hudson hacia las cataratas. Y de allí, por Canadá y los grandes lagos hasta Detroit. En una de esas nos pusieron una multa por violar leyes, o sea, pasar de 50 por hora. De nuevo en los Estados Unidos rodeamos el Michigan por el sur para llegar a Chicago, fantástica e imprescindible. Por la noche, al volver al hotel, nos pasó algo parecido a lo de la Hoguera de las Vanidades. Pisamos al menos tres estados hasta lograr encontrarnos. 
Más allá de Chicago todo es oeste. La casa de Laura Ingells, los cafés sin sabor, el Mississipi, los sombreros y las botas de cowboy, los puentes de Madison, las casas de John Wayne y de Francisca, los todoterrenos descomunales… Llegamos a las Dakotas para ver el Monte Rushmore silbando “La muerte tenía un precio”. Estuvimos en la torre del Diablo, el escenario de los Encuentros en la Tercera Fase. Dormimos en moteles baratos, discutimos hasta lo imposible, fumamos, bebimos y atravesamos, por fin el Misouri. 

Llegamos a Yellowstone el único día del año que no cobraban entrada y vimos geiseres, animales y cascadas maravillosas pero no a Yogui. Recorrimos la presa que salva Superman, estuvimos en Little Big Horn y en Wounded Knee (qué decepción). Y desde allí, por el pueblo de Buffalo Bill (en cuya casa desayunamos) nos adentramos en las Rocosas, para llegar a Seattle. 
Estuvo bien mi ciudad preferida del Pacífico (creo que no conozco otra). Fuimos a ver ballenas que nunca aparecieron en islas que, insospechablemente, habían sido españolas. Desayunamos en el bar de los REM, paseamos con Deron, oímos música en directo y nos hicimos una foto con Vlady, el Lenin abatido al otro lado de Bering, traído hasta aquí por los bohemios de Fremont. 

Fueron días intensos, cansados, algunos de 600 km metidos en la Voyager. En pleno verano pero con un frío que pelaba. Mereció la pena. Y como todo, se acabó. Volvimos en avión a New York, recorrimos dos o tres restaurantes de Woody Allen, correteamos por Central Park, nos subimos a un rascacielos, compramos recuerdos y volvimos para casa. Dejamos a Nueva York magnífica y ensoñadora, como es ella. 
A los pocos días estaba durmiendo la siesta cuando me llamó mi amigo Andrés. “¿Estás ahí, en Coslada?” “Claro Andrés, me estás llamando a la casa de Coslada, dónde quieres que esté?” “¿No estás viendo la tele?!!” La enchufé horrorizado cuando caía la segunda torre. Fui al cesto del papel reciclado a rebuscar. Y me encontré las dos entradas de la subida a las torres gemelas exactamente 7 días antes. Aún están ahí en el salón, enmarcadas.

Los yankees de la Norteamérica profunda son gente ingenua, mitad desastre mitad Betty Boop, pero en general agradables y receptivos. Es verdad que sus gobernantes nos han hecho muchas putadas. Pero es un país grande y un gran país.

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