domingo, 19 de mayo de 2013

1982: Mi primera casa

El año que cumplí 18 tuvimos un verano divertido, con muchas tardes de aquellas en casa de mis padres, oyendo música, leyendo “La Calle” y aguantando las normas “razonables que yo ponía como “no fumar más de tres personas al mismo tiempo”. Pero ya se mascaba que yo necesitaba mi casa y que todos necesitábamos mi casa.
Abel había dicho que la buscábamos entre los dos, pero se vino atrás. Yo iba poco a poco mirando ofertas que pudieran ser asequibles a un chaval de 18 años que vivía de las clases en la Universidad Popular (pocas y mal pagadas) y de pegar carteles del ayuntamiento y poco más.
Un día me encontré un piso en el barrio de El Gorronal, sin calefacción y dando al norte, con vistas al patio de la chamarilería del barrio. Pero con luz y barato: 14.000 pesetas al mes. Era la ocasión. Con el mes de febrero del 82 entré allí. La mudanza fue particular, desde casa de mis padres hasta la nueva casa (no debía haber más de medio kilómetro). Una fila de amigos y amigas cada cual con las cosas más peregrinas en brazos: un brasero eléctrico, una mesa camilla desmontada, un tocadiscos con sus bafles y sus elepés, algunas cajas con ropa y libros, la caja de herramientas con la famosa blacandéquer y, sobre todo, muchos cojines que yo había ido haciendo en los últimos meses.
Luego llevamos algún mueble potente: un archivador de madera que yo me había hecho (y que acabó tiempo después en la casa de mi hermana en Vallecas), una silla de escuela. Mi hermano me trajo muchas cosas de cocina que le habían sobrado de desmontar el piso de Embajadores y una alumna de la UP me regaló un cama con somier, no sé si de su bisabuela o de su tatarabuela. Poco más.
En la fábrica de maderas conseguimos tablas de obra de las de encofrar con las que hice un fantástico sofá en forma de U en cuyo respaldo se enganchaban todos los jerseys porque estaba sin pulir. Y, una noche, con el “Patato” (hijo mayor de los dueños de la fábrica de patatas fritas La Montaña) y su furgoneta, nos llegamos hasta una casa vieja que tenía yo controlada. Se debía de haber incendiado hacía mucho tiempo y estaba abandonada. Entramos de noche y conseguimos rescatar muchas maderas viejas y tres muebles que yo restauré. Uno de ellos, la cómoda de caoba, todavía de acompaña.

En el cuarto del fondo de la casa nueva, con miles de tablas de la más diversa condición, logré dar forma a una gran estantería. Eso sí, con las protestas de mi vecina de abajo que no entendía por qué, justo encima del cuarto de matrimonio, yo usaba la sierra eléctrica y la taladradora a las horas más extrañas
Con la casa en marcha, en el 83, cuando acabó su mili, Luis decidió sumarse. Eso venía bien, porque había empezado a trabajar en una carpintería de Torrelodones, lo que aseguraba ingresos fijos. Luis, "el pitagorín" y yo, nos conocíamos del instituto. Él había entrado también en las Juventudes y teníamos muchas cosas en común: el gusto por la lectura, los viajes, la política, la historia y -algo nuevo por entonces- la ecología. Creo que fui yo quien empezó a sacarle de excursión por la Sierra. Me ayudó mucho tras mi naufragio sentimental con Abel, hasta que él mismo se convirtió en un nuevo naufragio mío.
Por la casa llegaron muchas gentes. De Villalba y de fuera. Cuando la gata de Andrés Valbuena y su novia Elena parió cinco gatitos, uno lo traje para casa, inaugurando la larga saga felina que me ha acompañado. A cada gatito le habían puesto un nombre en diminutivo que empezaba por J, como los sobrinos del pato Donald. El mío era Julito.

Por fin, cuando ya parecía territorio colonizado, decidimos inaugurar aquello. Vino mucha gente y empezó la música marchosa de cualquier inicio de guateque de la época. Llamó a la puerta alguien de la casa de al lado, nos pedían que guardáramos silencio. El vecino se acaba de morir y estaban allí velándolo. Así que entre los cojines, los porritos, el hablar bajo y la música relajada, la fiesta nos salió magníficamente chiláut. Si hubiera sido espabilado, habría patentado el estilo décadas antes de que lo hicieran en Ibiza.

2 comentarios:

  1. Cuando nos conocimos recuerdo que por tu casa tenías un caleidoscopio. Con las entradas de este blog estás construyendo otro. Algunas imágenes las conocía; otras las estoy conociendo ahora. Todas van completando un retrato de ese Miguel hiperactivo, generoso, insoportable, bueno, impaciente, cariñoso, malhumorado, soñador, realista, contradictorio, leal (y no sigo con los adjetivos) que tantos queremos tanto.

    Por cierto: ¡espero que salga la casa de Ópera!

    Un besote,

    Albertito.

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  2. Ya queda poco, ya queda poco... Más besos para ti

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