jueves, 16 de mayo de 2013

1989: En el laberinto.

La única manera de salir del círculo vicioso de un partido es encontrar trabajo fuera de él. O que te toque la lotería, pero a Fabra le toca todos los años y ahí sigue. Por eso busqué trabajo. Yo a esas alturas era alguien conocido en el tema de la dinamización juvenil, tenía un currículum impresionante de cursos y encuentros, había participado en un estudio sobre el asociacionismo juvenil y tenía fuerza para presentarme a unas oposiciones. Cuando salieron las de Coordinador de Juventud en Coslada hablé con mi madre, le dije que me retiraba tres meses de todo, que si me podía ayudar. 

Me fui hasta Coslada en tren para hacer la inscripción y pagar los derechos de matrícula. Que resultó que habían subido. Ni llevaba dinero ni seguramente lo tenía. Así que tuve que pedir. Me encontré con Julio Setién, viejo conocido y luego alcalde de San Fernando, que me prestó 100 pesetas. El caso es que tuve que volver andando hasta Madrid. Fue entonces cuando descubrí el camino del cerro de la Mesa que ahora tanto uso en bici. 

Éramos 80, cifra insignificante para lo que podría ser una oposición de hoy, pero muy alta para entonces para una plaza tan especializada. La primera prueba, un 12 de enero, fue algo larguísimo que casi no conseguí acabar en dos horas. Mi hermana me había regalado hacía tiempo una pluma estilográfica y decidí usarla, fino que es uno. Como era de hierro (la pluma), tras dos horas escribiendo sin parar, me salió una ampollita. No os lo creeréis, pero aún sigo teniendo el callo en el dedo corazón de la derecha. 

El caso es que pasamos el corte 12 o 14 para la segunda prueba. Era una entrevista con el tribunal. Había dos técnicos de la Comunidad y un montón de políticos locales. Con los técnicos tuve solvencia, uno de ellos me conocía, era el director de la Escuela Oficial de Animación (yo había sido director de la primera escuela de Animación de Jóvenes en Libertad). Sabía que el examen me había salido bien, aunque una de las cosas que preguntaron era la prevención de las drogodependencias, en lo que yo no era muy ducho. Tras la entrevista, el día 17 salieron las notas. Yo tenía un 9,5 de media. El siguiente un 6,5. Todavía debe estar el examen por el archivo municipal. Dos días después, me incorporé a mi puesto. 

Tenía un equipo pequeño de gente, buenos profesionales, pero a los que no les debió hacer mucha gracia que entrara un jefe nuevo. Y yo me puse rápidamente a trabajar. En esas fechas preparaban la campaña de semana santa, pero a mí me interesaba darle forma al verano, que iba a ser cunado yo marcara estilo (simplemente el hecho de programar con más de tres meses vista, ya marcaba estilo). 
Yo quería no sólo sacar a los cosladeños fuera. Sino, sobre todo, traer a gente de fuera aquí. Y la idea más clara que tenía, eran los campos de trabajo. Yo había coordinado uno para el Instituto de la Juventud, conocía alguna experiencia europea y, sobre todo, había vivido los de Aineto. Un campo de trabajo no sólo es un tiempo en que la gente hace cosas para la comunidad, también significa intercambio y aire fresco para quienes lo reciben. Se me ocurrió darle un formato particular: que los chavales de las asociaciones de Coslada vivieran también con ellos y así todos participaban en sus actividades. El cartel tipo aifon, aunque con dibujos "prestados", también es mío

Llegamos por los pelos a presentar la solicitud en la Comunidad y, en cualquier caso, aquellas subvenciones eran (como tantas otras) “pescao vendío”. Como había estado trabajando con unos ingenieros forestales el proyecto, no me desanimé y decidimos tirar para delante nosotros solos. Con un cartel, mandando informaciones a todos los centros de juventud y con un proyecto de parque infantil en El Cerro, que por entonces estaba recién repoblado y escaso de servicios. Cuando iba a hablar con los de Parques y Jardines, el imaginarse gente voluntaria haciendo cosas para la comunidad les ponía los pelos como escarpias. Primero, porque no concebían que la gente pudiera trabajar gratis. Y luego, porque sólo faltaba que vinieran a quitarles el puesto… 
Y llegó julio y con ellos, los primeros voluntarios. Los alojamos en un cole cercano y todas las mañanas, a las 9, bajo el sol meseteño, se subían al tajo. Tiempo en el que las vacaciones del personal municipal debían haber llegado, porque todo fueron impedimentos para llevarnos material y facilitar el trabajo. 

El proyecto incluía juegos de madera, juegos con grandes ruedas que nos cedió la Michelín, llevar el agua hasta arriba, poner una fuente y, como centro de todo, un laberinto vegetal. Como el del Tibidabo de Barcelona. Como el de El Capricho de Barajas. Como el de las pelis de El Gordo y El Flaco. Y ya me explicaron por qué no colaboraban: un espacio que sirve para esconderse acaba conduciendo a la suciedad y al pecado… Como si el resto del Cerro no fuera ya, en sí mismo, un escondite enorme todas las noches. 
Así que el día que llegaron las plantas (arizónicas y lauros), no había llegado el plano del laberinto. Ya ves tú lo que cuesta hacerlo. Pues no se iban a morir allí las plantas. Agarré la azada y ciñiéndome al terreno, dibujé la retícula. Jugamos un rato entre todos para ver si funcionaban las líneas en el suelo y como nos moló, empezamos a cavar. 

Con los años, los juegos se fueron estropeando y se fueron sustituyendo poco a poco por nuevos con sus elementos de seguridad. Pero la canalización del agua allí sigue, en la única fuente en medio de ese parque forestal, con la forma que le dieron los chavales del campo que la construyeron, aunque ya -casi 25 años más tarde-, sin el mosaico de azulejos que la decoraban. Pero el que sigue allí, con mi diseño, aunque tenga ya grietas en el recorrido de algunas plantas que no sobrevivieron, es el laberinto. Recortado y podado cada año para que no pase nada dentro, pero allí siguen entrando los niños a jugar y a esconderse. 
Cada vez que un BICIencuentro pasa por la zona, paramos en mi fuente a beber agua y les pregunto a los peques qué es lo del fondo “¡El laberinto!!” gritas e incluso corren hacia allá para meterse. Y me llena de orgullo saber que, incluso desde el cielo, se ve mi pequeñito trozo de ciudad.

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