viernes, 31 de mayo de 2013

1984: Madrid me mata.

Mi hermano me había conseguido un contrato eventual como celador en el “Piramidón” (el Hospital Ramón y Cajal” de Madrid). En Villalba, Luis me había dejado solo en la nueva casa de Sol y Aire. Antes del verano, unos amigos de Madrid me ofrecieron “subarriendar” la casa. Ir a Madrid en tren cada mañana era un rollo. Así que me fui a montarle unos muebles a mi hermana Reyes a su nueva casa de Nueva Numancia, en Vallecas. Y me quedé allí.
El verano de Madrid del 84 era un tiempo fantástico para un tío de 21 años con trabajo. Noches por Malasaña, por el garito de unos amigos de mi hermano en la calle de San Vicente Ferrar de cuyo nombre no quiero acordarme, por los primeros locales de Chueca cuando aún no era “Chueca”, por las terrazas de Recoletos convertidas en nuestra particular Vía Veneto. Noches de música y despreocupación en la gran ciudad.
Me acuerdo que aquel verano salió “Todos los paletos fuera de Madrid”, especie de himno popero y nacionalista dispuesto a subirnos la autoestima de una ciudad que años antes había sido lo peor de lo peor. Conciertos en los barrios, en especial en el Puente de Vallecas, donde vivíamos mi hermana y yo. Golpes Bajos (“no mires a los ojos de la gente”) y, sobre todo mucho Siniestro Total (“¿Quiénes somos? ¿de dónde venimos? ¿a dónde vamos?”)
Noches en la casa de Visi, en la calle Campomanes, que tanta importancia cobrará años más tarde. O en la casa de Vallecas, primeras cenas, con Gloria y algunos amigos suyos que venían por Madrid. Noches de paseo por Rosales, de cine en el Retiro.

Y por la mañana, con la fresca, en bici por la Castellana hasta el trabajo. Algunas noches, en urgencias, doblábamos turno para poder escaparnos algunos días de vacaciones: viajes en el Costa Brava, aquel tren nocturno lleno de guiris y mochilas, durmiendo por los suelos hasta Comarruga.
La frescura de la movida ya estaba superada, Radio Futura cantaba “la escuela de calor” en viejas discotecas reinventadas (el Biombo Chino). Los kioskos vendían postales con el eslogan de Madrid me Mata. El País se lanzaba a hacer una radio nueva y alternativa: “Lo que yo te diga”. Yo salía a veces con gente del trabajo. Copas en las casas y luego copas en los bares. Música, mucha música. Nacha Pop en el Palacio de Deportes ("y es que su amigo se ha echado atrás...")
Algunas veces iba a Villalba. Pero el cuerpo me pedía cortar con aquello. Vivía en una ciudad donde podía ser invisible, anónimo. Vallecas me daba refugio. Los Alphaville y los colegios mayores, cine. El Dos de Mayo, aire. En las pantallas, fue el año de Choose-me. En Malasaña Víctor Claudín abrió el espacio ideal, un garito grande conde podías bailar, podías hablar, había conciertos; llegué a montar allí una conferencia de la JCM; el lugar no podía tener otro nombre: “Elígeme”. 
Con el otoño llegaron los fríos. Por los pasillos del hospital cantábamos “Yo para ser feliz quiero un camión”. Fui a concierto en la Escuela de Caminos que no recuerdo quién ni cuántos tocaban. Siniestro actuó en RockoOla, pero no quedaban entradas. Javi Pontes montaba en el Consejo de la Juventud una coordinadora de grupos de música. Nos hicimos amigos de los Jhony Juerga y los que remontan el Pisuerga, endeudados hasta las cejas para sacar su primer elepé. Sabina cambia el final de “Pongamos que hablo de Madrid”. El 84 terminaba con un concierto de los Ilegales en un viejo cine junto al Puente de Segovia y una fiesta algo loca en el local del PCE de Vallecas en la que yo ponía la música.
Estábamos locos por vivir, pero nos gustaba mucho contarle al mundo que Madrid nos mataba. De fiesta, de libertad y de alegría. Eso que se están cargando con la cuento de la gran crisis, de la gran estafa.

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